domingo, 2 de agosto de 2009

El Cid Campeador, guerrero invicto de la Cristiandad


Don Rodrigo Díaz de Vivar
La España del siglo XI era una tierra en permanente guerra contra el Islam. Tres siglos después de la conquista árabe un guerrero de Cristo oriundo de las ásperas comarcas de Castilla habría de conducir a sus ejércitos a las más resonantes victorias, reconquistando para la Iglesia las más bellas tierras del Levante español.

Por el Profesor Gustavo Carrere Cadirant


Don Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, nació en la aldea de Vivar, en una fecha incierta de 1043. Su padre, don Diego Lainez, infanzón de Vivar y miembro reconocido de la nobleza menor del reino, tenía en su haber una vasta experiencia militar adquirida en las guerras contra Navarra. Su madre, doña Teresa Rodríguez, de la misma condición social que su esposo, era hija de don Rodrigo Álvarez, señor feudal de Noreña y Aguilar, primer conde y gobernador supremo de Asturias entre los años 980 y 998.
Fue su abuelo por línea paterna don Laín Núñez, firmante de documentos expedidos por el rey Fernando I de Castilla y descendiente de don Laín Calvo, legendario Juez de Castilla que junto al no menos mítico Nuño Rasura, rigieron los destinos del reino cuando aquel se independizó de León.

Un duelo decisivo
Con semejante ascendencia, era lógico que desde niño don Rodrigo sintiese inclinación por la carrera militar y que a los dieciséis años fuese armado caballero en la iglesia de Santiago, en Zamora, por el propio príncipe don Sancho.
Su primer batalla fue la de Graus (1063), donde los castellanos combatieron junto a su aliado Al-Muctadir, rey de Zaragoza, contra Ramiro I de Aragón, descollando por su arrojo y valor.
De regreso en Burgos, se hallaba a punto de contraer nupcias con doña Jimena Díaz, noble asturiana, bisnieta del rey Alfonso V, cuando su futuro suegro, el conde Diego Rodríguez de Oviedo, ofendió duramente a su padre, quien, impedido de batirse a duelo a causa de su avanzada edad, solicitó a su hijo que lavase la afrenta.
Rodrigo mató en combate individual al conde, ganándose el encono de su prometida. Sin embargo, obtenida la clemencia por parte del rey Fernando, solicitó su mano argumentando su deseo de reparar tan grave daño.
Por entonces Castilla y León bullían de gozo debido a la llegada a Burgos de las reliquias de San Isidoro de Sevilla que el rey taifa Al-Motámid consintió en devolver como señal de vasallaje y amistad.

El guerrero de Castilla
Muerto el rey en 1065, subió al trono su hijo Sancho II. Rodrigo fue designado Alférez del Rey y junto a su señor combatió en numerosas batallas como jefe de las tropas reales. Brilló por su coraje en las guerras contra Alfonso VI de León y Don García de Galicia, hermanos de don Sancho, que habían recibido esos estados por expreso deseo de su padre, que deseaba ver a sus hijos reinar sobre sus dominios. Célebre fue su actuación en las batallas de Llantada (1068) y Golpejera (1072) en la que los castellanos conquistaron León y Galicia, apresando a sus soberanos.
En 1067 Rodrigo Díaz de Vivar venció a don Jimeno Garcés, campeón y Alférez de Navarra, cuyo rey disputaba a Castilla el dominio de ciertos castillos fronterizos. Ante numeroso público y después de un furioso combate individual, don Rodrigo se alzó con el triunfo, ganando para sí el título de “Campeador”, es decir, campeón invicto”, con el que pasó a la posteridad.
Su fama de guerrero invencible traspuso los límites del reino y llegó a oídos de los musulmanes, quienes sabían que, algún día, deberían enfrentarse a él.
Tras la victoria de Golpejera, el rey Sancho quedó como único señor de Castilla, León, Asturias y Galicia mientras sus hermanos Alfonso y García languidecían en prisión y sus enemigos exteriores sacaban ventajas del enfrentamiento civil.
Comandados por su soberano y el Cid, los castellanos sitiaron Zamora donde doña Urraca, la hermana del rey, se había atrincherado amparada por la nobleza de León. Sin embargo, durante el asedio, don Sancho fue asesinado por mano de un traidor (Bellidos Dolfos), hecho que generó grandes dudas y mucha agitación.
Ante esa situación, el Cid levantó el cerco y se retiró al Monasterio de Oña para enterrar allí a su rey.

El juramente de Santa Gadea
De regreso en Burgos, la situación del Cid cambió. Ya no era Alférez Real sino un simple caballero de la corte de Alfonso VI, el nuevo soberano, sobre el que pesaban todas las sospechas respecto de la muerte de su hermano.
Y llegó el día de su coronación, frente al pueblo y la nobleza. Sin embargo, cuando nadie lo esperaba, una voz poderosa se alzó por encima de la multitud exigiendo justicia.
Don Rodrigo Díaz de Vivar, caballero noble y valeroso, no iba a permitir que la sospecha y la duda ocupasen el trono. Mucho menos el crimen y el fratricidio. Por esa razón, en la iglesia de Santa Gadea de Burgos, obligó a don Alfonso a jurar sobre las Sagradas Escrituras, que nada tenía que ver respecto a la muerte de don Sancho.
El rey juró pero fue tal el encono que tomó a su vasallo, que lo desterró del reino, prohibiendo a la población dar al proscrito, albergue, pan y bebida. Quien así lo hiciera, se haría punible de severos castigos.

El camino del destierro
Don Rodrigo reunió una reducida mesnada integrada por su esposa e hijos, sus lugartenientes, los leales Alvar Fáñez, Félez Gustioz y Galín García y unos pocos parientes, sirvientes y vasallos con los que se puso en marcha hacia el monasterio de San Pedro de Cárdena para dejar a doña Jimena y los niños al cuidado de su abad. Y desde ahí siguió hacia el exilio, mientras de a poco, se le unían soldados y caballeros deseosos de compartir con él, tan injusto destierro.
Los castillos y fortalezas tenían sus puertas cerradas y en Burgos las calles se hallaban desiertas. Recién en las afueras de la ciudad unos humildes campesinos se atrevieron a darle un poco de agua y pan.
A medida que el Cid avanzaba su tropa se iba engrosando. Eran muchos los guerreros que deseaban combatir a su lado y compartir sus hazañas.
En los arenales de Arlanzón, a la vera del río, la mesnada se hallaba acampada cuando, en plena noche, se presentó con sus sirvientes Martín Antolinez, trayendo pan y provisiones. “Campeador, dejadme caminar también hacia el destierro” le dijo al paladín poniéndose de rodillas al verlo aparecer.
Al cruzar el Alcobillas la tropa del Cid deja Castilla y se adentra en el reino taifa de Toledo, pleno territorio musulmán.
Se hallaba Rodrigo en su tienda, inmerso en profundo sueño, cuando se le presentó el Arcángel San Gabriel para indicarle que debía cabalgar confiado hacia su nuevo destino, arremetiendo al enemigo de la Cristiandad. E impulsado por esas palabras ordenó a su hueste montar y partir.

En tierras de infieles
Las campañas guerreras del reducido aunque combativo ejército del Cid lo llevaron hasta Zaragoza donde su rey, Al-Mutamín, le pidió ayuda para combatir a su hermano Al-Mundir, gobernador rebelde de Lérida, aliado del conde Ramón Berenguer II de Barcelona y del rey Sancho Ramírez de Aragón.
En el año 1082 Rodrigo Díaz de Vivar reforzó las plazas fuertes de Tamarite y Monzón y en los campos de Almenar derrotó al ejército catalán, tomando prisionero a su conde.
A su regreso, el pueblo de Zaragoza lo recibió victorioso al grito de “¡Sidi, Sidi!” (¡Mi Señor!”), expresión de la que derivaría su apodo de “Cid”.
En 1084 don Rodrigo, montando su fiel Babieca y utilizando su espada Colada (obsequio del conde Berenguer) atacó Morella. La noticia preocupó a Al-Mundir de Lérida, que llamó nuevamente al rey Sancho para que lo librase de tan terrible amenaza. El aragonés acudió presuroso atacando al castellano el 14 de agosto pero su arremetida se estrelló contra una verdadera muralla de lanzas y escudos. El triunfo del Cid fue completo, provocando gran mortandad entre sus adversarios y capturando a dieciséis de sus principales nobles por los que pidió un fuerte rescate.

La invasión almorávide
En el año 1086 la voz de los almuedines se extendió por el Mogreb llamando a los musulmanes a la guerra y desde los cuatro puntos cardinales acudieron guerreros para combatir a Cristo y su Iglesia. Arqueros del Senegal, capaces de acertarle a una mosca sobre la crin de sus caballos; diestros jinetes de Argelia, beduinos del Sahara y montañeses de El-Rif, se inclinaron ante los minaretes jurando recuperar España para el Islam.
Yusuf-Ben-Texufín, Emir de los Emires de Marruecos encabezó la expedición y como en la primavera del 711, un enjambre de infieles cruzó Gibraltar desembarcando en Algeciras para marchar hacia el norte. Respondían al desesperado llamado de los reinos taifas, temerosos de la conquista de Toledo por Alfonso VI y del avance cristiano sobre sus dominios.
Yusuf reprende a los relajados soberanos andaluces y arremete contra Alfonso a quien derrota en Sagrajas. El desastre sin embargo, abrió el camino que facilitó el acercamiento entre el Cid y su rey quien le perdonó la afrenta de Santa Gadea y le encargó la defensa de todo el Levante.
Don Rodrigo arremete y entre sus victorias más resonantes destacan Albarracín y Alpuente, a cuyos señores sometió a tributo evitando que Valencia cayera en poder de Al-Mustaín II, sucesor de Al-Mutamín y aliado del Conde de Barcelona.
Pero la sombra de la injusticia seguía persiguiendo al de Vivar. Pese a tantos triunfos, el no haber llegado a tiempo al sitio de Aledo para socorrer a su rey, le ganó nuevamente su enemistad y un segundo y mucho más duro destierro, con su secuela de confiscaciones y despojos.

Espada de la Cristiandad

Aún así, ante tamaña sinrazón, el Campeador permaneció fiel a su señor, batallando en su nombre más que en el propio.
En 1090 saqueó Denia y al pasar frente a Murviedro (Sagunto), provocó tal terror al rey de Valencia, que a partir de entonces, comenzó a pagar tributo convirtiendo a su tierra en vasalla de Castilla.
Temeroso del creciente poder del Cid, el Conde de Barcelona intentó una alianza con Alfonso VI y Al-Mustain de Zaragoza y al no conseguirla, decidió enfrentarlo, sufriendo un fuerte descalabro en el que cayó prisionero y perdió a casi todo su ejército, entre ellos 5000 prisioneros. Sin embargo, pese al triunfo, el Campeador fue gravemente herido, razón por la cual, se retiró a Daroca para reponerse.
En ese apartado punto de Zaragoza don Rodrigo firmó un tratado de paz que puso fin a la guerra entre sus huestes y las del Conde de Barcelona, hecho que posibilitó nuevas incursiones en el Levante.

La conquista de Valencia
Durante cuatro años siguió guerreando don Rodrigo en las tierras levantinas conquistando Lérida, Tortosa y numerosos castillos y fortalezas menores hasta que una nueva amenaza africana le hizo fijar los ojos en Valencia, perla del Mediterráneo en la que su amigo y protegido Al-Qadir había sido asesinado por el usurpador Ben-Yehaf, partidario de Yusuf.
Corría el año 1092 cuando el Cid se puso en marcha arrasando las comarcas del Guadalaviar y sitiando a la gran ciudad.
Varios meses duraron el cerco y las correrías que los cristianos llevaron a cabo en torno a Valencia hasta que por fin, tras diecinueve meses de asedio, los moros acuciados por el hambre, ejecutaron al usurpador y abrieron al Cid, las puertas de par en par (15 de junio de 1094).
La Cristiandad entera celebró la victoria y las campanas de toda España resonaron estruendosamente anunciando al mundo la buena nueva. La noticia llegó oídos del rey Alfonso, a los del Conde de Barcelona y a los del mismo Yusuf que de inmediato envió a su sobrino Abú Bécker a reconquistar la plaza.
El Cid mandó traer a Valencia a doña Jimena y sus hijos y junto a Alvar Fáñez, Félez Muñoz, Galindo García y sus bravos guerreros, esperó el ataque, anunciado a los cuatro viento desde alminares y mezquitas.

Heroica defensa
El retumbar de los tambores africanos fue respondido por el tronar de la trompetería española y con su señor cabalgando al frente, empuñando firmemente la Colada en la diestra y las riendas en la siniestra, 8000 castellanos, leoneses, asturianos y gallegos se lanzaron a la lucha cubiertos de hierro y aullando como poseídos.
El fragor del combate aterrorizó a los valencianos que, asomados en las murallas, contemplaban el enfrentamiento. Y entre ellos se encuentran doña Jimena y sus hijas, viendo a su padre batirse como un león, acribillando infieles aquí y allá.
El pendón de Castilla se mantuvo firme en manos de Pedro Bermúdez y al cabo de varias horas, los marroquíes se retiraron dejando un tendal de cadáveres sobre los campos circundantes.
El Cid y sus huestes fueron aclamados en las calles de Valencia y en la gran catedral, ante el Obispo Don Jerónimo, pueblo y guerreros se inclinaron para escuchar la Santa Misa y dar gracias a Dios.
Fue por entonces que a don Rodrigo se lo empezó a llamar Mío Cid y convertido en Señor Feudal, juró fidelidad al rey Alfonso iniciando un gobierno prudente, otorgando a la ciudad un estatuto de justicia recto y equilibrado, restaurando la religión cristiana, acuñando moneda y rodeándose de una corte en la que convivieron funcionarios, sabios y consejeros árabes y cristianos, gente erudita que le ayudaron a legislar y a organizar con notable destreza la vida del municipio valenciano.
Tiempo después se presentaron frente a Valencia 150.000 guerreros almorávides al mando del príncipe Mohammad, sobrino de Yusuf. Y una vez más, el Cid, con fuerzas mucho menos numerosas, salió a hacerles frente destrozando sus filas hasta forzar su retirada. Sin embargo, en 1097, la adversidad golpearía como un relámpago su fornido pecho.
En las tierras de Toledo, a la vista de Consuegra, los marroquíes al mando del mismísimo Yusúf aplastaron a los castellanos, pereciendo en combate don Diego Rodríguez, único hijo varón del de Vivar que, con coraje y decisión, combatía junto al rey.
El dolor fue terrible y su desconsuelo atroz. Sin embargo, fuerte como león, el gran héroe se sostuvo y siguió gobernando Valencia como virrey de su señor Alfonso. Ese mismo año, con la oportuna ayuda de don Pedro I de Aragón, el Cid derrotó a los invasores en la batalla de Bairén, desalojándolos también de Murviedro y Almenara.

Camino a la inmortalidad
Y así llegaron los días de 1099 cuando en el mes de julio, aquejado por altas fiebres y sitiado por el enemigo, el Campeador muere, llorado por sus allegados y toda la Cristiandad. Sin embargo, todavía iba a dar batalla.
Valencia, asediada por los marroquíes, corría riesgo de sucumbir. La voz de que el Mío Cid, había muerto, recorrió filas propias y enemigas como viento huracanado y sin el gran paladín que los guiara, el ánimo de los cruzados comenzó a decaer.
Sabiendo lo que ocurriría, había mandado don Rodrigo llamar a sus allegados para ordenarles desde su lecho de muerte que después de su fallecimiento, atasen su cadáver a Babieca y lo pusiesen al frente de las tropas.
Y así ocurrió.
Al abrirse las puertas de Valencia, la horda africana, creyéndose victoriosa, se abalanzó decidida al interior pero percatada de que el Cid, montado en su corcel aguardaba al frente de sus fuerzas, entró en tan indescriptible pánico que, arrojando sus armas al suelo, echó a correr en todas direcciones, perseguida por los cristianos.
Tal fue la victoria castellana, que hasta el año 1102 la ciudad permaneció en manos de doña Jimena quien asistida por los bravos capitanes y lugartenientes de su marido y contando con la alianza de su yerno, Ramón Berenguer III de Barcelona, se sostuvo valerosamente durante tres años, prácticamente abandonada por su mezquino rey.
En los primeros meses del año 1102 la presión de los marroquíes se tornó insostenible y el 4 de mayo, a falta de apoyo, la noble asturiana no tuvo más remedio que abandonar la ciudad y retirarse hacia Castilla, llevándose consigo el cuerpo de su esposo, celosamente escoltado por un millar de guerreros acorazados.
Los restos del Cid fueron enterrados en el monasterio de San Pedro de Cardeña y allí permanecieron hasta los primeros años del siglo XIX. Durante los azarosos días de la invasión napoleónica, soldados franceses profanaron su tumba razón por la cual decidieron los monjes depositarlos en el Espolón, dentro del mismo monastario. En 1842 fueron trasladado a la Casa Consistorial de Burgos y en 1921 pasaron a su lugar de descanso final, en la grandiosa catedral de la antigua capital castellana, en cuyo crucero fueron enterrados junto a los de su esposa Jimena y el fiel Babieca, compañero de tantas batallas. Centenares de viajeros visitan el lugar para rendirle homenaje, emotiva y silenciosamente.

En 1955 fue inaugurada en Burgos la magnífica estatua ecuestre del Cid, monumental obra del célebre artista Juan Cristóbal González Quesada esculpida en bronce con la colaboración del arquitecto Fernando Chueca Goitia.
Con la espada extendida en la diestra, la capa al viento y su larga barba cayéndole sobre el pecho, el Campeador parece señalar a España el camino de imperial grandeza que la llevó a dominar el mundo. Una réplica similar se encuentra en Buenos Aires, en la intersección de las calles Ángel Gallardo, Av. Gaona, Díaz Vélez y San Martín, recordando con su presencia las raíces hispánicas y católicas de nuestra nación.

Fuentes
web.jet.es/vliz/cid.htm
es.wikipedia.org/wiki/Rodrigo_Díaz_de_Vivar
www.artehistoria.com/historia/personajes/5188.htm
Menéndez Pidal, Ramón, El Cid Campeador, Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid, 6ª edición, 1968
León, María Teresa, El Cid Campeador, Compañía General Fabril Editora S.A., Buenos Aires, 1986


Editó Gabriel Pautasso
gabrielsppautasso@yahoo.com.ar
DIARIO PAMPERO Cordubensis

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