martes, 9 de junio de 2009

Jesucristo, vida del alma - II

Jesucristo, vida del alma - II

Por Dom Columba Marmion, O.S.B.

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La Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo
El misterio de la Iglesia, inseparable del misterio de Cristo. Los dos no forman más que uno
En las conferencias precedentes he tratado de demostrar cómo nuestro Señor es todo para nosotros. Fue escogido por su Padre para ser en su condición de Hijo de Dios y por sus virtudes el modelo único de nuestra santidad; nos ha merecido por su vida, por su Pasión y por su muerte, el ser constituido para siempre dispensador universal de toda gracia. Toda gracia brota de El, de El revierte a nuestras almas toda vida divina. San Pablo nos dice que Dios ha puesto «todas las cosas bajo los pies de Cristo, y le ha dado por Jefe a la Iglesia, que es su cuerpo, su complemento y su plenitud» (Ef 1, 22-23).
Por estas palabras, en las que se refiere a la Iglesia, acaba el Apóstol de indicar la economía del misterio de Cristo, no comprenderemos bien este misterio si no seguimos a San Pablo en su exposición.
Cristo no puede concebirse sin la Iglesia; a través de toda su vida, de todos sus actos, Jesús perseguía la gloria de su Padre, pero la Iglesia era la obra maestra por la cual debía procurar sobre todo esa gloria. Cristo vino a la tierra para crear y organizar la Iglesia. Es la obra a la cual se encamina toda su existencia y la que confirma por su Pasión y muerte. El amor hacia su Padre condujo a Cristo hasta el monte Calvario; pero era con el fin de formar allí la Iglesia y hacer de ella, purificándola amorosamente por medio de su sangre divina, una esposa sin mancha ni lunar (+Ef 5, 25-26); tales son las palabras de San Pablo. Veamos, pues, lo que es para el gran Apóstol esa Iglesia, cuyo nombre acude con tanta frecuencia a su pluma que resulta inseparable del nombre de Cristo.
Podemos considerar a la Iglesia de dos maneras. Como sociedad visible, jerárquica, fundada por Cristo para continuar en la tierra su misión santificante; este organismo visible está animado por el Espíritu Santo [más adelante desarrollaremos esto con más amplitud]; considerada de este modo se la puede llamar el cuerpo místico de Cristo.
Podemos considerar también lo que constituye el alma de la Iglesia, es decir, al Espíritu Santo que se une a las almas mediante la gracia y la caridad.
Es cierto que la unión al alma de la Iglesia, es decir, al Espíritu Santo, por la gracia santificante y el amor, es más importante que la unión al cuerpo de la misma Iglesia, es decir, que la incorporación al organismo visible pero en la economía normal del Cristianismo las almas no entran a participar de los bienes y privilegios del reino invisible de Cristo, sino uniéndose a la sociedad visible.
1. La Iglesia, sociedad fundada sobre los Apóstoles: depositaria de la doctrina y de la autoridad de Jesús, dispensadora de los sacramentos, continuadora de su obra de religión. No se va a Cristo sino por la Iglesia
Más arriba os cité el testimonio que San Pedro tributa a la divinidad de Jesús en nombre de los Apóstoles: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo». «Pedro, le dice Jesús: bienaventurado eres tú porque tus palabras no te las ha inspirado tu intuición natural, sino que mi Padre te ha revelado que yo soy su Hijo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; yo te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 16-19).
Podréis notar que esto no es más que una promesa, promesa que recompensaba el homenaje del Apóstol a la divinidad de su Maestro. Encontrándose un día Jesús en medio de sus discípulos después de la resurrección (Jn 21, 15-17), vuelve a preguntar a Pedro: «¿Me amas?» -Y el Apóstol responde: -«Sí, Señor, te amo». Y nuestro Señor le dice: Apacienta mis corderos». -Tres veces repite Cristo la misma pregunta y a cada declaración de amor por parte de Pedro, el Señor responde confiándole a él y a sus sucesores el cuidado de su rebaño, corderos y ovejas, nombrándole y nombrándoles jefes visibles de su Iglesia. Esta investidura no tuvo efecto sino después que Pedro hubo borrado, por un triple acto de amor, su triple negación. Así, Cristo, antes de realizar la promesa que había hecho de fundar sobre él su Iglesia, reclama del Apóstol un testimonio de su divinidad.
No es necesario que os declare aquí cómo se organizó, se desarrolló y se difundió por el mundo esa sociedad establecida por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles, para conservar la vida sobrenatural en las almas.
Lo que debemos saber es que ella es en la tierra la continuadora de la misión de Jesús, por su doctrina, por su jurisdicción, por los sacramentos, por su culto.
Por su doctrina, que guarda intacta e íntegra en una tradición viva y nunca interrumpida.- Por su jurisdicción, en virtud de la cual tiene autoridad para dirigirnos en nombre de Cristo.- Por los sacramentos, con los cuales nos facilita el acceso a las fuentes de la gracia que su divino Fundador creó.- Por su culto, que ella misma organiza para tributar toda gloria y todo honor a Cristo y a su Padre.
¿Cómo la Iglesia continúa a Cristo por su doctrina y su jurisdicción? Cuando Cristo vino al mundo, el único medio de ir al Padre era la sumisión entera a su Hijo Jesús: «Este es mi Hijo muy amado; escuchadle». Al principio de la vida pública del Salvador, el Padre Eterno, presentando su Hijo a los judíos, les decía: «Escuchadle, porque El es mi Hijo único: yo os le envío para que os manifieste los secretos de mi vida divina y de mi voluntad».
Pero después de su Ascensión, Cristo dejó sobre la tierra a su Iglesia, y esa Iglesia es como la continuación de la Encarnación entre nosotros. Esa Iglesia, es decir, el Soberano Pontífice y los Obispos con los pastores que les están sometidos, nos habla con toda la infalible autoridad del mismo Cristo.
Mientras vivía en la tierra, Cristo contenía en sí la infalibilidad: «Yo soy la verdad, yo soy la luz; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que llega a la vida eterna» (Jn 14,6; 8,12). Pero antes de dejarnos, confió esta prerrogativa a su Iglesia: «Como mi Padre me envió, os envío yo a vosotros» (ib. 20,21). «Quien os oye, me oye; quien os desprecia, me desprecia y desprecia a Aquel que me envió» (Lc, 10,16). «Así como yo recibo mi doctrina del Padre, así la recibís vosotros de mí, quien recibe vuestra doctrina, recibe mi doctrina, que es la de mi Padre quien la desprecia en cualquier grado o medida que sea, desprecia mi doctrina, me desprecia a mí y desprecia a mi Padre». -Ved, pues, esta Iglesia investida con todo el poder, con la autoridad infalible de Cristo, y comprended que la sumisión absoluta de todo vuestro ser, inteligencia, voluntad, energías, a esa Iglesia, es el único medio de ir al Padre. El Cristianismo, en su verdadera esencia, no es posible sin esta sumisión absoluta a la doctrina y a las leyes de la Iglesia.
Esa sumisión es la que distingue propiamente al católico del protestante.- Este, por ejemplo, puede creer en la presencia real de Jesús en la Eucaristía; pero si lo hace, es porque considera que esa doctrina está contenida en la Escritura y la Tradición, interpretadas de acuerdo con los dictados de su razón y luces personales; el católico cree porque se lo enseña la Iglesia, que es la que ocupa el lugar de Cristo, los dos admiten la misma verdad, pero de distinto modo. El protestante no se somete a ninguna autoridad, no depende más que de sí mismo; el católico recibe a Cristo con todo lo que ha enseñado y fundado. El Cristianismo es prácticamente la sumisión a Cristo en la persona del Soberano Pontífice y de los pastores que a él están unidos, sumisión de la inteligencia a sus enseñanzas, sumisión de la voluntad a sus mandatos. Este camino es seguro, porque nuestro Señor está con sus Apóstoles hasta la consumación de los siglos, y ha rogado por Pedro y sus sucesores para que su fe nunca vacile ni se extinga (Lc 22,32).
Órgano de Cristo en su doctrina, la Iglesia es también continuación viviente de su mediación.
Es verdad, como antes he dicho, que Cristo después de su muerte ya no puede merecer; pero está siempre vivo intercediendo sin cesar delante de su Padre en favor nuestro. Os he dicho también que, sobre todo, al instituir los Sacramentos, es cuando fijó y determinó los instrumentos de que iba a servirse para aplicarnos, después de su Ascensión, sus méritos y darnos su gracia.- Pero ¿dónde están los Sacramentos? -Nuestro Señor se los ha confiado a la Iglesia. «Id, dijo, al subir a los cielos, a sus Apóstoles y a sus sucesores, enseñad a todas las gentes, bautizando a todos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Les comunica el poder de perdonar y retener los pecados: «Los pecados serán perdonados a cuantos se los perdonareis, y a los que se los retuviereis, retenidos les serán» (Jn 20,23.- Lc 7,19). Les dejó el encargo de renovar en su nombre y en memoria suya el sacrificio de su cuerpo y de su sangre.
¿Deseáis ingresar en la familia de Dios, ser admitidos en el número de sus hijos, ser incorporados a Cristo? -Acudid a la Iglesia; el Bautismo es la única puerta de entrada. Para obtener perdón de nuestras culpas, a la Iglesia hemos también de acudir. [Salvo, por supuesto, el caso de imposibilidad material; porque entonces basta la contrición perfecta.- Hablamos de la regla, y no de sus excepciones, por numerosas que se las suponga. Fuera de esto, la contrición perfecta comprende, al menos implícitamente, la resolución y el deseo de acudir a la Iglesia]. Si queremos recibir el alimento de nuestras almas, hemos de esperarlo de los ministros que han recibido, por el Sacramento del Orden los poderes sagrados de dispensar el Pan de vida. La unión, entre bautizados, del hombre y de la mujer, que la Iglesia no consagra con su bendición, culpable es. Así, pues, los medios oficiales establecidos por Jesús, los veneros de gracia que ha hecho brotar para nosotros, los custodia la Iglesia, y en ella los encontramos, porque a ella se los confió Cristo.
Nuestro Señor, en fin, encomendó a su Iglesia la misión de continuar en este suelo su obra de religión.
En la tierra Jesucristo ofrecía a su Padre un cántico perfecto de alabanza; su alma contemplaba sin cesar las divinas perfecciones; y de esta contemplación nacía en ella una adoración y un tributo no interrumpido de alabanzas a la gloria del Padre. Por su Encarnación, Cristo asocia, en principio, todo el género humano a la práctica de esta alabanza, y al subir de nuevo a la gloria, confía a la Iglesia el cuidado de perpetuar en su nombre estos cánticos que suben hasta el Padre. En torno del sacrificio de la Misa, centro de toda nuestra religión, la Iglesia organiza el culto público, que ella sola tiene derecho a ofrecer en nombre de Cristo su Esposo, y, de hecho, establece todo un conjunto de oraciones, de fórmulas, de cánticos, que engastan su sacrificio; en el curso del ciclo litúrgico, ella es quien distribuye la celebración de los misterios de su divino Esposo, de modo que sus hijos puedan cada año vivir de nuevo aquellos misterios, y dar por ellos gracias a Jesús y a su Padre, y beber en ellos la vida divina que fluye de ellos por haber sido vividos antes por Jesús. Todo su culto converge en Cristo. Apoyándose en las satisfacciones infinitas de Jesús, en su calidad de mediador universal y siempre vivo, la Iglesia termina sus plegarias: «Por Jesucristo Nuestro Señor que contigo vive y reina», y del mismo modo, pasando por Cristo, toda adoración y toda alabanza de la Iglesia sube al Padre Eterno y es acogida con agrado en el santuario de la Trinidad: «Por El, y con El y en El, te tributamos a Ti, Dios Padre omnipotente, juntamente con el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria» (Ordinario de la Misa).
Tal es, pues, el modo con que la Iglesia fundada por Jesús prosigue acá abajo su obra divina.- La Iglesia es la depositaria auténtica de la doctrina y de la ley de Cristo, la dispensadora de sus gracias entre los hombres, la esposa, en fin, que en nombre de Cristo ofrece a Dios por todos sus hijos la alabanza perfecta.
Y así, la Iglesia está tan unida a Cristo, posee de tal modo la abundancia de sus riquezas, que bien puede decirse que ella es el mismo Cristo viviente en el transcurso de los siglos. Cristo vino a la tierra no ya sólo por los que en su tiempo moraban en Palestina, sino por todos los hombres de todas las edades. Cuando privó a los hombres de su presencia sensible, les dio la Iglesia, con su doctrina, su jurisdicción, sus sacramentos, su culto, cual si quedara El mismo: en la Iglesia, por consiguiente, encontramos a Cristo. Nadie va al Padre -y en el ir al Padre consiste toda la salvación y la santidad- sino por Cristo (Jn 14,6). Pero grabad bien en vuestra memoria esta verdad no menos capital: nadie va a Cristo sino por la Iglesia, no somos de Cristo si no somos, de hecho o por deseo, de la Iglesia; no vivimos la vida de Cristo sino en cuanto estamos unidos a la Iglesia.
2. Verdad que pone de relieve el carácter particular de la visibilidad de la Iglesia: Dios quiere gobernarnos por los hombres: importancia de esta economía sobrenatural, resultante de la Encarnación. Por ella se glorifica a Jesús y se ejercita nuestra fe.- Nuestros deberes con la Iglesia
La Iglesia es visible, como sabéis.
La constituye en su jerarquía el Sumo Pontífice, sucesor de Pedro, los Obispos y los Pastores, que, unidos al Vicario de Cristo y a los Obispos, ejercen sobre nosotros su jurisdicción en nombre de Cristo, pues Cristo nos guía y nos santifica por medio de los hombres.
Hay en esto una verdad profunda que debemos considerar detenidamente.
Desde la Encarnación, Dios, en sus relaciones con nosotros, obra por medio de hombres; hablo de la economía normal ordinaria, no de excepciones en las que Dios demuestra su soberano dominio, en esto como en todas las cosas.- Dios, por ejemplo, podría revelarnos por sí y directamente lo que hemos de hacer para llegar a El; pero no lo hace, no son esos sus caminos, sino que nos envía a un hombre infalible, es verdad, en materia de fe, pero al fin, un hombre como nosotros -y de él nos manda recibir toda la doctrina.- Supongamos que uno cae en pecado; se arrodilla delante de Dios, se duele y se desgarra con todo género de penitencias. Dios dice entonces: «Bien está, pero si quieres alcanzar perdón, has de arrodillarte ante un hombre, que mi Hijo ha constituido ministro suyo, a él has de declarar tu pecado».
Si no se declara el pecado a ese hombre que Cristo ha constituido ministro, o en otros términos, sin confesión, no hay perdón; la contrición más viva y profunda, las más espantables maceraciones no bastan para borrar un solo pecado mortal, si no existe intención de someterse a la humillación que supone el manifestar la falta al hombre que hace las veces de Cristo.
Veis, pues, cuál es la economía sobrenatural. Desde toda eternidad, el pensamiento divino se fijó en la Encarnación, y, después que su Hijo se unió a la humanidad y salvo al mundo tomando carne en el seno de una Virgen, Dios quiere que, por medio de hombres como nosotros, como nosotros débiles, se difunda la gracia por el mundo. He aquí un prolongamiento, una como extensión de la Encarnación. Dios se acercó a nosotros en la persona de su Hijo hecho hombre, y desde entonces se sirve de los miembros de su Hijo para ponerse en comunicación con nuestras almas. Dios quiere con ello enaltecer en cierto modo a su Hijo, cifrándolo todo en su Encarnación, y vinculando a El de un modo bien visible, hasta el fin de los tiempos, toda la economía de nuestra salud y santificación.
Pero ha establecido igualmente esta economía para hacer que vivamos de la fe, pues hay en la Iglesia un doble elemento el elemento humano y el divino.
El elemento humano es la fragilidad personal de los hombres autorizados por Cristo para dirigirnos.- Mirad, por ejemplo, cuán flaco es San Pedro: la voz de una mozuela hasta para hacerle renegar de su Maestro horas después de su ordenación sacerdotal. No se le ocultaba al Señor tamaña flaqueza, ya que, después de su Resurrección, exige de su Apóstol una triple protesta de amor en recuerdo de su triple negación. Sin embargo de ello, Cristo funda sobre él su Iglesia. «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas». Los sucesores de Pedro son flacos también; la infalibilidad que poseen en materia de fe no les confiere el privilegio de no pecar. ¿Acaso nuestro Señor no hubiera podido concederles la impecabilidad? -Sin duda que sí; mas no lo quiso, para que nuestra fe pudiera ejercitarse.
¿Cómo se ejercita? A través del elemento humano el alma fiel vislumbra el elemento divino; la indefectibilidad de la doctrina conservada en el transcurso de los siglos y a despecho de todos los asaltos de cismas y herejías; la unidad de esta misma doctrina garantizada por el ministerio infalible; la santidad heroica e ininterrumpida que se manifiesta por tan diversos modos en la Iglesia; la sucesión continua por la cual, de eslabón en eslabón, la Iglesia de hoy enlaza con las instituciones establecidas por los Apóstoles; la fuerza de expansión universal que la caracteriza; todo esto son otras tantas señales ciertas por las que se conoce que nuestro Señor está «con la Iglesia hasta el fin de los siglos» (Mt 28,20).
Tengamos, pues, gran confianza en la Iglesia que Jesús nos dejó: Ella es cual otro Jesús. Tenemos la dicha de pertenecer a Cristo perteneciendo a esta sociedad, una, católica, apostólica y romana. Debemos alegrarnos de ello y tributar sin cesar gracias a Dios, pues que nos hizo «entrar en el reino de su Hijo amado» (Col 1,13). ¿No es una inmensa seguridad el poder, por nuestra incorporación a la Iglesia, extraer la gracia y la vida de sus fuentes auténticas y oficiales?
Más aún; prestemos a los que tienen jurisdicción sobre nosotros la obediencia que de nosotros reclama Cristo, esta sumisión de inteligencia y de voluntad debe rendirse a Cristo en la persona de un hombre, porque si no, Dios no la acepta. Ofrezcamos a los que nos gobiernan, y ante todas las cosas al Sumo Pontífice, Vicario de Cristo, a los Obispos que están unidos a él y que poseen, para guiarnos, las luces del Espíritu Santo (Hch 20,28), esa sumisión interior, esa reverencia filial, esa obediencia práctica, que hacen de nosotros hijos verdaderos de la Iglesia.
La Iglesia es la Esposa de Cristo; es nuestra Madre; debemos amarla porque nos lleva a Cristo y con El nos une; debemos amar y acatar su doctrina, porque es la doctrina de Jesucristo; debemos amar su oración y asociarnos a ella, porque es la oración misma de la Esposa de Cristo; no hay otra que nos ofrezca tanta garantía y, sobre todo, que sea tan agradable a nuestro Señor, debemos, en una palabra, unirnos a la Iglesia, a todo cuanto de ella procede, cual nos hubiéramos adherido a la persona misma de Jesús y a todo lo relacionado Con ella, si nos hubiera cabido la dicha de poderle seguir durante su vida mortal.
Esa es la Iglesia como sociedad visible.- San Pablo la compara a «un edificio cimentado sobre los Apóstoles, y cuya piedra angular es el mismo Cristo». «Unidos en Cristo Jesús, piedra angular y fundamental» (Ef 2, 19-22). Vivimos en esta casa de Dios, «no cual extranjeros o huéspedes que están de paso, sino como conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Sobre Cristo se eleva todo el edificio perfectamente ordenado, para formar un templo santo en el Señor».
3. La Iglesia, cuerpo místico; Cristo es la cabeza, porque tiene toda primacía. Profundidad de esta unión; formamos parte de Cristo, todos una cosa en Cristo. Permanecer unidos a Jesús y entre nosotros mismo por la caridad
Hay otro símil muy frecuente en la pluma de San Pablo, y, si cabe, todavía más expresivo, ya que lo toma de la vida misma, y, sobre todo, porque nos ofrece un concepto más profundo de la Iglesia, manifestando las relaciones íntimas que existen entre ella y Cristo. Estas relaciones se resumen en la frase del Apóstol: «La Iglesia es un cuerpo y Cristo es su cabeza» (1Cor 12,12 ss.). [El Apóstol emplea también otras expresiones. Dice que estamos unidos a Cristo como ramas al tronco (Rm 6,5), como los materiales al edificio (Ef 2, 21-22); pero hace sobre todo resaltar la idea del cuerpo unido a la cabeza].
Cuando habla de la Iglesia como sociedad visible y jerárquica, San Pablo nos dice cómo Cristo, fundador de esta sociedad, «ha hecho: de unos, apóstoles; de otros, profetas, de otros, evangelistas; de otros, por fin, doctores y pastores». ¿Con que objeto? «Con el fin, dice, de que trabajen en la perfección de los Santos, en las funciones del ministerio y en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta tanto que lleguemos todos a la unidad de fe y de conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13). ¿Qué significan estas palabras?
Formamos con Cristo un cuerpo que va desarrollándose y debe llegar a su plena perfección. Como veis, no se trata aquí del cuerpo natural, físico, de Cristo, nacido de la Virgen María; ese cuerpo alcanzó mucho ha el desarrollo completo; desde que salió vivo y glorioso del sepulcro, el cuerpo de Cristo no es ya capaz de crecimiento, pues posee la plenitud de perfección que le compete.
Pero, como dice San Pablo, hay otro cuerpo que Cristo se va formando al correr de los siglos; ese cuerpo es la Iglesia, son las almas que, por la gracia, viven la vida de Cristo.- Esas almas constituyen juntas con Cristo un cuerpo único, un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo. [Místico no se opone a real, sino a físico, como acabamos de ver. Se le llama místico, no sólo para distinguirlo del cuerpo natural de Cristo, sino para indicar el carácter sobrenatural e íntimo a la vez de la unión de Cristo con la Iglesia; unión que está fundada y mantenida por misterios perceptibles tan sólo a la fe. La Iglesia es un organismo vivo, con la vida de la gracia de Cristo que el Espíritu Santo le va inoculando]. «Cristo se va formando en nosotros» (Gál 4,19), y «nosotros debemos crecer en El» (Ef 4,15). Esta es una de las ideas con las que más encariñado vemos al gran Apóstol, que la hace resaltar al comparar la unión de Cristo y de la Iglesia con la que media en el organismo humano entre la cabeza y el cuerpo. [Esta idea la expone con mayor viveza, sobre todo, en la primera carta a los de Corinto (12, 12-30)]. Oídle: «Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, así también, no obstante ser muchos los bautizados, formamos un solo cuerpo en Cristo...» (Rm 12, 4-5). La Iglesia es el cuerpo y Cristo la cabeza» (1Cor 12,12). En otra parte llama a la Iglesia «complemento de Cristo» (Ef 1,23), como los miembros son complemento del organismo; y concluye: «Sois todos uno en Cristo» (Gál 3,28).
La Iglesia forma, pues, un solo ser con Cristo. Según la bella expresión de San Agustín, eco fiel de San Pablo, Cristo no puede concebirse cumplidamente sin la Iglesia: son inseparables, del mismo modo que la cabeza es inseparable del cuerpo vivo. Cristo y su Iglesia forman un solo ser colectivo, el Cristo total. «El Cristo completo está formado por la cabeza y el cuerpo: el Hijo Unigénito de Dios es la cabeza, la Iglesia es su cuerpo» [totus Christus caput et corpus est: caput Unigenitus Dei Filius, et corpus eius Ecclesia. De unitate Ecclesiæ, 4. Nadie como San Agustín ha expuesto esta doctrina, que el santo Doctor desarrolla sobre todo en las Enarr. in Psalmos]. ¿Por qué es Cristo cabeza y jefe de la Iglesia? -Porque el Hijo de Dios posee la primacía.- En primer lugar, la primacía de honor: «Dios otorgó a su Hijo un nombre sobre todo nombre para que toda rodilla se le doble» (Fil 2,9); además, la primacía de autoridad: «Todo poder me ha sido dado» (Mt 28,18); pero sobre todo una primacía de vida, de influencia interior: «Dios se lo ha sometido todo, e hizo de El cabeza de la Iglesia» (Ef 1,22).
Todos estamos llamados a vivir la vida de Cristo, y sólo de El la hemos de recibir. Cristo conquistó con su muerte esa preeminencia, esa facultad soberana de poder conferir la gracia «a todo hombre que viene a este mundo»; ejerce una primacía de influencia divina, siendo para todas las almas en diversa medida la fuente única de la gracia que las vivifica35 [La influencia divina y del todo interior de Cristo en las almas que integran su cuerpo místico, distingue esa unión de aquella otra meramente moral, que existe entre la autoridad suprema de una sociedad humana y los miembros de esa misma sociedad; en el último caso, la influencia de la autoridad es exterior, y sólo llega a coordinar y mantener las energías desparramadas de los miembros hacia un fin común; pero la acción de Cristo en la Iglesia es más íntima, más penetrante, concierne a la vida misma de las almas, y es una de las razones por las que el cuerpo místico no es mera abstracción lógica, sino realidad muy profunda]. «Cristo, dice Santo Tomás, ha recibido la plenitud de la gracia, no tan sólo como individuo, sino en cuanto es cabeza de la Iglesia» (III, q.48, a.1).
Sin duda que Cristo dispensará desigualmente entre las almas los tesoros de su gracia; pero, añade Santo Tomás, todo esto lo hace para que de esa misma gradación resulte mayor hermosura y perfección en la Iglesia, su cuerpo místico (I-II, q.112, a.4); ésa es también la idea de San Pablo. Después de enseñar que la gracia le ha sido dada a cada cual «según la medida de la donación de Cristo» (Ef 4,7), el Apóstol enumera las diversas gracias que hermosean a las almas y concluye diciendo que «son dadas para la edificación del cuerpo de Cristo». Hay gran diversidad entre los miembros, mas esa misma variedad contribuye a la armonía del todo.
Cristo es, pues, nuestra cabeza, y la Iglesia no forma con El más que un solo cuerpo místico de que El es cabeza. [«Así como un organismo natural reúne en su unidad miembros diversos, del propio modo la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se considera como formando con su cuerpo una sola persona moral». Santo Tomás, III, q.99, a.1]. Mas esta unión entre Cristo y sus miembros es de tal naturaleza, que llega hasta convertirse en unidad. Poner la mano en la Iglesia, en las almas, que por el Bautismo y la vida de la gracia son miembros de la Iglesia, es poner la mano en el mismo Cristo. Mirad, si no, a San Pablo cuando perseguía a la Iglesia y caminaba hacia Damasco con ánimo de encarcelar a los cristianos. En el camino es derribado del caballo, y oye una voz que le dice: «Saulo, ¿por qué me persigues? -Pablo responde: «¿Quién sois, Señor?» -Y el Señor le replica: «Soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 4-5).- Notaréis que Cristo no le dice por qué persigues a mis discípulos, lo que hubiera podido decir con tanta verdad, puesto que El había subido al cielo, y San Pablo sólo perseguía a los cristianos; sino que le dice: «¿Por qué me persigues?... A mí es a quien persigues.- ¿Por qué habla Cristo de este modo? Porque sus discípulos son algo suyo, porque su sociedad forma su cuerpo místico; por eso, perseguir a los que creen en Jesucristo es perseguirle a El mismo.
¡Qué bien comprendió San Pablo esta lección! ¡Con qué viveza, con qué palabras tan expresivas la expone! «Nadie, dice el Santo, pudo jamás aborrecer su propia carne, antes la nutre y la mima, como Cristo lo hace con la Iglesia; pues somos miembros de su cuerpo, formados de su carne y de sus huesos» (Ef 5, 29-30). Por eso, por estarle tan estrechamente unidos, formando con El un solo y único cuerpo místico, quiere Cristo que toda su obra sea nuestra.
He ahí una verdad profunda que debemos traer a menudo a la memoria.- Ya os dije que por Cristo Jesús, Verbo Encarnado, todo el género humano ha recobrado, mediante la unión con su sacratísima persona, constituida en Cabeza de la gran familia humana, la amistad con Dios. Santo Tomás escribe que, a consecuencia de la identificación establecida por Cristo entre El y nosotros desde el instante mismo de su Encarnación, el hecho de que Cristo padeció voluntariamente, por nosotros y en nombre nuestro, nos ha reportado tales beneficios, que, aplacado Dios al contemplar a la naturaleza humana embellecida con los méritos de su Hijo, olvida todas las ofensas de aquellos que se incorporan a Cristo [III, q.99, a.4]. Las satisfacciones y méritos de Cristo nos pertenecen desde ahora. [Caput et membra sunt quasi una persona mystica et ideo satisfactio Christi ad omnes fideles pertinet sicut ad sua membra. Santo Tomás, III, q.98, a.2. ad 1].
Desde este momento estamos unidos a Cristo Jesús con nexo indisoluble. [En su libro, sobre la Teología de San Pablo, el P. Prat, S. J., aduce (t. II, pág. 52) «una larga serie de palabras extrañas que casi no se pueden trasladar a ninguna otra lengua sino con un barbarismo o una perífrasis. El Apóstol las ha creado o las vuelve a poner en usa para dar expresión gráfica a la inefable unión de los cristianos con Cristo. Tales como: padecer con Jesucristo; ser crucificado con El; morir con El; ser vivificado con El; resucitar con El; vivir con El; compartir su forma; compartir su gloria; estar sentado con El; reinar con El; asociarse a su vida; coheredero, coparticipante, concorporal, coedificado, y algunas otras por el estilo que no expresan directamente la unión de los cristianos entre sí en Cristo].
Somos una misma cosa con Cristo en el pensamiento del Padre celestial. «Dios, dice San Pablo, es rico en misericordia; porque cuando estábamos muertos, a consecuencia de nuestras culpas, nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con El, nos ha hecho sentar juntamente con El en los cielos, a fin de mostrar en los siglos venideros los infinitos tesoros de su gracia en Jesucristo» (Ef 2, 4-7.- +Rm 6,4; Col 2, 12-13); en una palabra, nos ha hecho vivir con Cristo, en Cristo, para hacernos coherederos suyos. El Padre, en su pensamiento, no nos separa nunca de Cristo. Santo Tomás dice que por un mismo acto eterno de la divina sabiduría «hemos sido predestinados Cristo y nosotros» [cum uno et eodem actu Deus prædestinaverit ipsum et nos. III, q.24, a.4]. El Padre hace, de todos los discípulos de Cristo que creen en El y viven en su gracia, un mismo y único objeto de sus complacencias. Nuestro Señor mismo es quien nos dice: «Mi Padre os ama porque me habéis amado y creído que soy su Hijo» (Jn 14-27).
De ahí que San Pablo escriba que Cristo, cuya voluntad estaba tan íntimamente unida a la del Padre, se ha entregado por su Iglesia: «Amó a su Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5,25). Como la Iglesia debía formar con El un solo cuerpo místico, se entregó por Ella, a fin de que ese cuerpo «fuera glorioso», sin arruga ni mancha, santo e inmaculado (ib. 27). Y después de haberla rescatado, se lo ha dado todo. ¡Ah! ¡Si tuviéramos más fe en estas verdades! ¡Si comprendiéramos lo que supone para nosotros el haber entrado por el Bautismo, en la Iglesia, lo que es ser miembro del cuerpo místico de Cristo por la gracia!. «Felicitémonos, deshagámonos en hacimiento de gracias, dice San Agustín». [Christus facti sumus; si enim caput ille, nos membra, totus homo, ille et nos... Trat. sobre San Juan, 21, 8-9.- Y en otra parte: Secum nos faciens unum hominem caput et corpus.- Enarrat. in Ps. LXXXV, c. I. Y también: Unus homo caput et corpus, unus homo Christus et Ecclesia, vir perfectus. Enarrat in Ps. XVIII, c. 10], porque no sólo hemos sido hechos cristianos, sino parte de Cristo. ¿Comprendéis bien, hermanos míos, la gracia que Dios nos hizo? Admirémonos, saltemos de júbilo, porque formamos parte de Cristo; El es la cabeza, nosotros los miembros; El y nosotros, el hombre total. ¿Quién es la cabeza? ¿Quiénes los miembros? -Cristo y la Iglesia». «Sería esto pretensión de un orgullo insensato, continúa el gran Doctor, si Cristo mismo no se hubiera dignado prometernos tal gloria, cuando dijo por boca de su apóstol Pablo: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros».
Demos, pues, gracias a Jesús, que se dignó asociamos tan estrechamente a su vida; todo nos es común con El: méritos, intereses, bienes, bienaventuranzas, gloria. No seamos, por tanto, miembros de esos que se condenan, por el pecado, a ser miembros muertos; antes bien, seamos por la gracia que de El recibimos, por nuestras virtudes, modeladas en las suyas, por nuestra santidad, que no es sino participación de su santidad, miembros pletóricos de vida y de belleza sobrenaturales, miembros de los cuales Cristo pueda gloriarse, miembros que formen dignamente parte de aquella sociedad que quiso «no tuviera arruga ni mancha, sino que fuera santa e inmaculada». Y como quiera que «somos todos uno en Cristo», puesto que vivimos todos la misma vida de gracia bajo nuestro capitán, que es Cristo, por la acción de un mismo Espíritu, unámonos todos íntimamente, aun cuando seamos miembros distintos y cada cual con su propia función; unámonos también con todas las almas santas que -en el cielo miembros gloriosos, en el purgatorio miembros doloridos- forman con nosotros un solo cuerpo [ut unum sint]. Es el dogma tan consolador de la comunión de los santos.
Para San Pablo, «santos» son aquellos que pertenecen a Cristo, los que habiendo recibido la corona ocupan ya su sitial en el mundo eterno, y los que luchan aún en este destierro. Mas todos esos miembros pertenecen a un solo cuerpo, porque la Iglesia es una; todos son entre sí solidarios, todo lo tienen común; «si un miembro padece, los otros le compadecen; si uno es honrado, los otros comparten su alegría» (1Cor 12,26); el bienestar de un miembro aprovecha al cuerpo entero y la gloria del cuerpo trasciende a cada uno de sus miembros [Sicut in corpore naturali operatio unius membri cedit in bonum totius corporis, ita et in corpore spirituali, scilicet Ecclesia, quia omnes fideles sunt unum corpus, bonum unius alteri communicatur. Santo Tomás, Opus. VII.- Expositio Symboli., c. XIII. +I-II, q.30, a.3]. ¡Qué luz más clara sobre nuestra responsabilidad proyecta este pensamiento!... ¡Qué fuente más viva de apostolado!... San Pablo nos exhorta a todos a que cada cual trabaje hasta tanto que «lleguemos a la común perfección del cuerpo místico»: «Hasta que todos alcancemos la unidad de la fe cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).
No basta que vivamos unidos a Cristo, la Cabeza; es menester, además, que «cuidemos muy mucho de guardar entre nosotros la unidad del Espíritu, que es Espíritu de amor, ligados por vínculos de paz» (ib. 3).
Ese fue el voto supremo que hizo Cristo en el momento de acabar su divina misión en la tierra: «Padre que sean uno como Tú y yo somos uno; que sean consumados en la unidad» (Jn 17, 21-23). Porque, dice San Pablo: «sois todos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gál 3,26). «No hay ya judío ni griego, esclavo o libre -todos sois uno en Cristo Jesús» (Col 3,2).- La unidad en Dios, en Cristo y por Cristo, es la suprema aspiración: «y Dios será todo en todos» (1Cor 15,28).
San Pablo, que supo hacer resaltar tanto la unión de Cristo con su Iglesia, no podía menos de decirnos algo sobre la gloria final del cuerpo místico de Jesús; y nos dice, en efecto (ib. 24-28), «que en el día fijado por los divinos decretos, cuando ese cuerpo místico haya alcanzado la plenitud y medida de la estatura perfecta de Cristo» (Ef 4,13), entonces surgirá la aurora del triunfo que debe consagrar por siempre jamás la unión de la Iglesia y de su Cabeza. Asociada hasta entonces tan íntimamente a la vida de Jesús, la Iglesia, ya perfecta, va a «compartir su gloria» (2Tim 2,12; Rm 8,17). La resurrección triunfa de la muerte, último enemigo que ha de ser vencido; después, reunidos todos los elegidos con su jefe divino, Cristo (son expresiones de San Pablo) presentará a su Padre, en homenaje, esta sociedad, no ya imperfecta ni militante, rodeada de miserias, de tentaciones, de luchas, de caídas; no ya padeciendo el fuego de la expiación, sino transfigurada para siempre y gloriosa en todos sus miembros.
¡Oh, qué espectáculo tan grandioso no será ver a Jesús ofreciendo a su Eterno Padre esos trofeos gloriosos e innumerables que proclaman el poderío de su gracia, ese reino conquistado con su sangre, que entonces despedirá por todas partes destellos de esplendor inmaculado, fruto de la vida divina que circula vigorosa y embriagadora por cada uno de los Santos!
Así se comprende que en el Apocalipsis, después de haber vislumbrado San Juan algo de aquellas maravillas y regocijos, los compare, siguiendo al mismo Jesús (Mt 22,2) a unas bodas: a las «bodas del Cordero» (Ap 19,9). Así se comprende finalmente por qué motivo, al dar digno remate a las misteriosas descripciones de la Jerusalén celestial, el mismo Apóstol nos deja oír los amorosos requiebros que Cristo y la Iglesia, el Esposo y la Esposa, se dirigen desde ahora, sin cesar, en espera de la consumación final y unión perfecta: « Ven» (Ap 22, 16-17).

6
El Espíritu Santo, espíritu de Jesús
La doctrina sobre el Espíritu Santo completa la explicación del plan divino: importancia capital de este asunto
Tenemos entre nuestros Libros Santos uno que historia los primeros días de la Iglesia, y se llama Hechos de los Apóstoles. Esta narración, debida a la pluma de San Lucas, que fue testigo de muchos de los hechos narrados, está llena de encanto y de vida.- En ella vemos cómo la Iglesia, fundada por Jesús sobre los Apóstoles, se desenvuelve en Jerusalén y se extiende después poco a poco fuera de Judea, merced sobre todo a la predicación de San Pablo, pues que la mayor parte del libro la dedica precisamente al relato de las misiones, de los trabajos y de las luchas del gran Apóstol. Podemos seguirle paso a paso en casi todas sus expediciones evangélicas. Esas páginas, llenas de animación, nos revelan y nos pintan al vivo las incesantes tribulaciones que padeció San Pablo, las dificultades sin cuento que hubo de vencer, sus aventuras, sus padecimientos en el curso de los múltiples viajes emprendidos para extender por doquier el nombre y gloria de Jesús.
Refiérese en esos Hechos que, andando San Pablo de misiones, llegó a Efeso, y allí encontró algunos discípulos, y les preguntó: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?» -Los discípulos le contestaron: «¡Pero, si no hemos oído siquiera hablar del Espíritu Santo ni que tal cosa exista!» (Hch 19,2).
Ciertamente, no ignoramos nosotros que exista el Espíritu Santo; mas ¡cuántos cristianos hay que sólo le conocen de nombre y casi nada saben de sus operaciones en las almas! Sin embargo, la economía divina no se comprende cumplidamente sin tener una idea precisa de lo que es el Espíritu Santo para nosotros.
Vedlo, si no: en casi todos los textos donde expone los pensamientos eternos sobre nuestra adopción sobrenatural, y siempre que trata de la gracia y de la Iglesia, habla San Pablo del «Espíritu de Dios», del «Espíritu de Cristo», del «Espíritu de Jesús». «Hemos recibido un Espíritu de adopción que nos hace exclamar dirigiéndonos a Dios: ¡Padre, Padre!» (Rm 8,15).- «Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones para que le pudiéramos llamar Padre nuestro» (Gál 4,5). «¿No sabéis, dice en otra parte, que por la gracia sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» (1Cor 3,16). Y también: «Sois el templo del Espíritu Santo que habita en vosotros» (ib. 6,19). «En Cristo se eleva todo el edificio bien ordenado para formar un templo santo en el Señor: en El también estáis vosotros edificados para ser por el Espíritu Santo morada de Dios» (Ef 2, 21-22).
«De suerte que así como no formáis más que un solo cuerpo en Cristo, así también os anima un solo Espíritu» (ib. 4,4). La presencia de este Espíritu en nuestras almas es tan necesaria, que San Pablo llega a decir: «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de El».
¿Veis ahora por qué el Apóstol, que nada tomaba tan a pechos como ver a Cristo vivir en el alma de sus discípulos, les pregunta si han recibido el Espíritu Santo? Es que sólo son hijos de Dios en Jesucristo los que son dirigidos por el Espíritu Santo (Rm 8,9 y 14).
No penetraremos, pues, perfectamente el misterio de Cristo y la economía de nuestra santificación, mientras no fijemos la mirada en este Espíritu divino, y en su acción sobre nosotros.- Hemos visto que la finalidad de nuestra vida consiste en tratar de someternos con gran humildad a los pensamientos de Dios- adaptarnos a ellos lo mejor posible y con la sencillez de un niño. Siendo divinos esos designios, su eficacia es intrínsecamente absoluta; y producirán, sin duda alguna, sus frutos de santificación, si los aceptamos con fe y con amor. Ahora bien; para encajar en el plan divino, es menester no solamente «recibir a Cristo» (Jn 1,12), sino que, como lo hace notar San Pablo, es preciso «recibir al Espíritu Santo» y someterse a su acción, a fin de ser «uno con Cristo». Ved cómo el mismo Señor, en el admirable discurso que pronunció después de la Cena, en el que revela a los que llama sus «amigos» los secretos de la vida eterna, les habla varias veces del Espíritu Santo, casi tantas como de su Padre.
Les dice que este Espíritu «suplirá sus veces entre ellos» cuando haya subido al cielo; que este Espíritu «será para ellos el maestro interior, un maestro tan necesario que Jesús rogará al Padre para que se lo dé y viva en ellos». ¿Por qué, pues, nuestro divino Salvador puso tanto cuidado en hablar del Espíritu Santo en momentos tan solemnes, en términos tan apremiantes, si todo ello había de ser para nosotros como letra muerta? ¿No sería ofenderle y causarnos a la vez grave perjuicio el no prestar atención a un misterio tan vital para nosotros?
[En su Encíclica sobre el Espíritu Santo (Divinum illud munus, 9 de mayo de 1897), León XIII, de gloriosa memoria, deploraba amargamente el que «los cristianos tuvieran conocimiento tan mezquino del Espíritu Santo. Emplean a menudo su nombre en sus ejercicios de piedad, mas su fe anda envuelta en espesas tinieblas». Por eso el gran Pontífice insiste enérgicamente en que «todos los predicadores y cuantos tienen cura de almas miren como deber suyo el enseñar al pueblo diligentius atque uberius cuanto dice relación con el Espíritu Santo». Sin duda, quiere que «se evite toda controversia sutil, toda tentativa temeraria de escudriñar la naturaleza profunda de los misterios», pero quiere también «que se recuerden y que se expongan con claridad los numerosos e insignes beneficios que nos han traído y trae sin cesar a nuestras almas el Donador divino; porque el error o la ignorancia en misterios tan grandes y fecundos (error e ignorancia indignos de un hijo de la luz) deben desaparecer totalmente»: prorsus depellatur].
Trataré de demostraros, con toda la claridad que pueda, lo que es el Espíritu Santo en sí mismo, dentro de la adorable Trinidad, su acción en la santa humanidad de Cristo y los incesantes beneficios que reporta a la Iglesia y a las almas.
Así terminaremos la exposición de la economía del plan divino en sí mismo considerado.
El tema es, sin duda, muy elevado; debemos tratarlo, pues, con profunda reverencia; mas, como nuestro Señor nos lo ha revelado, debe también nuestra fe considerarlo con amor y confianza. Pidamos humildemente al Espíritu Santo que ilumine El mismo nuestras almas con un rayo de su luz divina, pues seguramente atenderá a nuestros ruegos.
1. El Espíritu Santo en la Trinidad: Procede del Padre y del Hijo por amor, se le atribuye la santificación, porque ésta es obra de amor, de perfeccionamiento y de unión
No sabemos del Espíritu Santo sino lo que la Revelación nos enseña. ¿Y qué nos dice la Revelación?
Que pertenece a la esencia infinita de un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; ése es el misterio de la Santísima Trinidad. [Fides autem catholica hæc est: ut unum Deum in Trinitate et Trinitatem in unitate veneremur... neque confundentes personas, neque substatiam separantes. Símbolo atribuido a San Atanasio]. La fe aprecia en Dios la unidad de la naturaleza y la distinción de Personas.
El Padre, conociéndose a Sí mismo, enuncia, expresa ese conocimiento en una palabra infinita, el Verbo, con acto simple y eterno; y el Hijo, que engendra el Padre, es semejante e igual a El mismo, porque el Padre le comunica su naturaleza, su vida y sus perfecciones.
El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único: ¡Posee el Padre una perfección y hermosura tan absolutas! ¡Es el Hijo imagen tan perfecta del Padre! Por eso se dan el uno al otro, y ese amor mutuo que deriva del Padre y del Hijo, como de fuente única, es en Dios un amor subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se llama Espíritu Santo. El nombre es misterioso, mas la revelación no nos da otro.
El Espíritu Santo es, en las operaciones interiores de la vida divina, el ultimo término: El cierra -si nos son permitidos estos balbuceos, hablando de tan grandes misterios- el ciclo de la actividad íntima de la Santísima Trinidad, pero es Dios lo mismo que el Padre y el Hijo posee como Ellos y con Ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad.
Este Espíritu divino se llama Santo y es el Espíritu de santidad, santo en Sí mismo y santificador a la vez.- Al anunciar el misterio de la Encarnación, decía el Ángel a la Virgen: «El Espíritu Santo bajará a ti: por eso el Ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Las obras de santificación se atribuyen de un modo particular al Espíritu Santo. Para entender esto, y todo lo que se dirá del Espíritu Santo, debo explicaros, en pocas palabras, lo que en Teología se llama apropiación.
Como sabéis, en Dios, hay una sola inteligencia, una sola voluntad, un solo poder, porque no hay más que una naturaleza divina; pero hay también distinción de personas. Semejante distinción resulta de las operaciones misteriosas que se verifican allá en la vida íntima de Dios y de las relaciones mutuas que de esas operaciones se derivan. El Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede de entrambos. «Engendrar, ser Padre», es propiedad exclusiva de la Primera Persona, «ser Hijo» es propiedad personal del Hijo, así como el «proceder del Padre y del Hijo, por vía de amor», es propiedad personal del Espíritu Santo. Esas propiedades personales establecen, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, relaciones mutuas, de donde proviene la distinción.- Pero fuera de esas propiedades y relaciones, todo es común e indivisible entre las divinas Personas: la inteligencia, la voluntad, el poder y la majestad, porque la misma naturaleza divina indivisible es común a las tres Personas.- He ahí lo poquito que podemos rastrear acerca de las operaciones íntimas de Dios.
Por lo que atañe a las obras «exteriores», las acciones que se terminan fuera de Dios (ad extra), sea en el mundo material, como la acción de dirigir a toda criatura a su fin, sea en el mundo de las almas, como la acción de producir la gracia, son comunes a las tres divinas Personas. ¿Por qué así? -Porque la fuente de esas operaciones, de esas obras, de esas acciones, es la naturaleza divina, y esa naturaleza es una e indivisible para las tres personas; la Santísima Trinidad obra en el mundo como una sola causa única.- Pero Dios quiere que los hombres conozcan y honren, no sólo la unidad divina, sino también la Trinidad de Personas; por eso la Iglesia, por ejemplo, en la liturgia, atribuye a tal Persona divina ciertas acciones que se verifican en el mundo, y que, si bien son comunes a las tres divinas Personas, tienen una relación especial o afinidad íntima con el lugar, si así puedo expresarme, que ocupa esa Persona en la Santísima Trinidad, con las propiedades que le son peculiares y exclusivas.
Siendo, pues, el Padre, fuente, origen y principio de las otras dos Personas -sin que eso implique en el Padre superioridad jerárquica ni prioridad de tiempo-, las obras que se verifican en el mundo y que manifiestan particularmente el poderío, o en que se revela sobre todo la idea de origen, son atribuidas al Padre; como, por ejemplo, la creación en que Dios sacó el mundo de la nada. En el Credo cantamos «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra». ¿Será tal vez que el Padre tuvo más parte, manifestó más su poder en esta obra que el Hijo y el Espíritu Santo? Error fuera el pensarlo; el Hijo y el Espíritu Santo obran en esto tanto como el Padre, porque Dios obra hacia fuera, por su omnipotencia, y la omnipotencia es común a las tres Personas.- ¿Cómo, pues, habla de ese modo la Iglesia? -Porque, en la Santísima Trinidad, el Padre es la primera Persona, principio sin principio, de donde proceden las otras dos he ahí su propiedad personal, exclusiva, la que le distingue del Hijo y del Espíritu Santo, y precisamente para que no olvidemos esa propiedad, se atribuyen al Padre las obras «exteriores» que nos la sugieren por tener alguna relación con ella.
Lo mismo hay que decir de la Persona del Hijo, que es el Verbo en la Trinidad, que procede del Padre por vía de inteligencia; que es la expresión infinita del pensamiento divino; que se le considera sobre todo como Sabiduría eterna.- Por eso se le atribuyen las obras en cuya realización brilla principalmente la sabiduría.
E igualmente en lo que respecta al Espíritu Santo, ¿qué viene a ser en la Trinidad? Es el término último de las operaciones divinas, de la vida de Dios en sí mismo. Cierra, por decirlo así, el ciclo de esa intimidad divina; es el perfeccionamiento en el amor, y tiene, como propiedad personal, el proceder a la vez del Padre y del Hijo por vía de amor. De ahí que todo cuanto implica perfecciona miento y amor, unión, y, por ende, santidad -porque nuestra santidad se mide por el mayor o menor grado de nuestra unión con Dios, todo eso se atribuye al Espíritu Santo. Pero, ¿es por ventura más santificador que el Padre y el Hijo? No, la obra de nuestra santificación es común a las tres divinas Personas, pero repitamos que, como la obra de la santidad en el alma es obra de perfeccionamiento y de unión, se atribuye al Espíritu Santo, porque de este modo nos acordamos más fácilmente de sus propiedades personales, para honrarle y adorarle en lo que del Padre y del Hijo le distingue.
Dios quiere que tomemos, por decirlo así, tan a pechos el honrar su Trinidad de personas, como el adorar su unidad de naturaleza; por eso quiere que la Iglesia recuerde a sus hijos, no sólo que hay un Dios, sino que ese Dios es Trino en Personas.
Eso es lo que en Teología llamamos apropiación. Se inspira en la Revelación, y la Iglesia la emplea [en su carta Encíclica de 9 de mayo de 1897, León XIII dice que la Iglesia usa aptissime de ese procedimiento: con sumo acierto]; tiene por fin poner de relieve los atributos propios de cada Persona divina. Al hacer resaltar esas propiedades, nos las hace también conocer nos las hace amar más y más. Santo Tomás dice que la Iglesia guarda esa ley de la apropiación para ayudar a nuestra fe, siguiendo en esto la revelación [ad manifestationem fidei. I, q.29, a.7.] Nuestra vida, nuestra bienaventuranza por toda la eternidad, consistirá en ver a Dios, en amarle, en gozarle tal cual es, esto es, en la Unidad de naturaleza y Trinidad de Personas. ¿Qué tiene, pues, de extraño el que Dios, que nos predestina a esa vida y nos prepara esa bienaventuranza, quiera que, desde acá abajo, nos acordemos de sus divinas perfecciones, tanto las de su naturaleza como de las propiedades que distinguen las Personas? Dios es infinito y digno de loor en su Unidad, como lo es en su Trinidad, y las divinas Personas son tan admirables en la unidad de naturaleza, que poseen de un modo indivisible como en las relaciones que entre sí mantienen y que originan su distinción.
«¡Dios todopoderoso, Dios dichoso! ¡Me alegro de tu poder, de tu eternidad, de tu dicha! ¿Cuándo te veré? ¡Oh principio sin principio! ¿Cuándo veré salir de tu seno al Hijo, que es igual a Ti? ¿Cuándo veré tu Espíritu Santo proceder de vuestra unión, terminar tu fecundidad consumar tu acción eterna?» (Bossuet, Préparation à la mort, 4e. prière).
2. Operaciones del Espíritu Santo en Cristo: Jesús es concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; gracia santificante, virtudes y dones conferidos por el Espíritu Santo al alma de Cristo; la actividad humana de Cristo dirigida por el Espíritu Santo
Nada os costará ya comprender el lenguaje de las Escrituras y de la Iglesia cuando exponen las operaciones del Espíritu Santo.
Veamos primeramente esas operaciones en Nuestro Señor. Acerquémonos con respeto a la divina Persona de Jesucristo, para contemplar algo siquiera de las maravillas que en El se realizaron en la Encarnación y después de Ella.
Como os dije al explicar este misterio, la Santísima Trinidad creó un alma que unió a un cuerpo humano formando así una naturaleza también humana, y unió esa misma naturaleza a la Persona divina del Verbo. Las tres divinas Personas concurrieron de consuno a esta obra inefable, si bien es preciso añadir que tuvo por término final únicamente al Verbo, el Verbo sólo, el Hijo de Dios fue el que se encarnó. Esta obra es debida, sin duda, a la Trinidad toda, aunque se atribuye especialmente al Espíritu Santo; ya lo decimos en el Símbolo: «Creo... en Jesucristo Nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo». El Credo no hace sino repetir las palabras del Ángel a la Virgen: «El Espíritu Santo se posará en ti; el ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios».
Me preguntaréis tal vez el porqué de esta atribución especial al Espíritu Santo. Santo Tomás (III, q.37, a.1), entre otras razones, nos dice que el Espíritu Santo es el amor sustancial, el amor del Padre y del Hijo; ahora bien, si la redención por la Encarnación es obra cuya realización reclamaba una Sabiduría infinita, su causa primera ha de ser el amor que Dios nos tiene. «Amó Dios tanto al mundo, nos dice Jesús. que le dio su Hijo Unigénito» (Jn 3,16).
Ved ahora cuán fecunda y admirable es la virtud del Espíritu Santo en Cristo. No sólo une la naturaleza humana al Verbo, sino que a El también se le atribuye la efusión de la gracia santificante en el alma de Jesús.
En Jesús hay dos naturalezas distintas, perfectas entrambas, pero unidas en la Persona que las enlaza: el Verbo. «La gracia de unión» hace que la naturaleza humana subsista en la Persona divina del Verbo; esa gracia es de orden enteramente único, trascendental e incomunicable, por ella pertenece al Verbo la humanidad de Cristo, que se convierte en humanidad del verdadero Hijo de Dios, y que es, por tanto, objeto de complacencia infinita para el Padre Eterno.- Mas aun cuando la naturaleza humana esté así unida al Verbo, no por eso es aniquilada ni queda inactiva; antes bien, guarda su esencia, su integridad todas sus energías y potencias; es capaz de acción y la «gracia santificante» es la que eleva a esa humanidad santa para que pueda obrar sobrenaturalmente.
Desarrollando esta misma idea en otros términos, se puede decir que la «gracia de unión» hipostática une la naturaleza humana a la Persona del Verbo, y diviniza de ese modo el fondo mismo de Cristo; Cristo es, por ella, un «sujeto» divino; hasta ahí alcanza la finalidad de esa «gracia de unión», que es privativa de Jesús.- Pero conviene, además, que a esa naturaleza humana la hermosee la «gracia santificante» para obrar de un modo divino en cada una de sus facultades; esa gracia santificante, que es «connatural» a la «gracia de unión» (esto es, que dimana de la gracia de unión de un modo natural en cierto sentido), pone el alma de Cristo a la altura de su unión con el Verbo [Gratia habitualis Christi intelligitur ut consequens unionem hypostaticam, sicut splendor solem. Santo Tomás, III, q.7, a.13]; hace que la naturaleza humana -que subsiste en el Verbo en virtud de la «gracia de unión»- pueda obrar cual conviene a un alma sublimada a tan excelsa dignidad, y producir frutos divinos.
He ahí por qué no se dio tasada la gracia santificante al alma de Cristo, como a los elegidos, sino en sumo grado. Ahora bien, la efusión de la gracia santificante en el alma de Cristo se atribuye al Espíritu Santo.
[Luego en Cristo es uno el efecto de la «gracia de unión», que se consuma una vez constituida la unión de la naturaleza humana con la Persona del Verbo, y otro el efecto de la «gracia santificante» que habilita a la naturaleza humana para obrar en forma sobrenatural, aun cuando permanezca íntegra en su esencia y en sus facultades aun después de consumada la unión con el Verbo. No hay pues, redundancia, como podría parecer a primera vista, y la gracia santificante en Cristo no es tampoco superflua (Santo Tomás, III, q.7, a.1 y 13). +Schwaim, Le Christ d’après S. Thomas d’Aquin, ch. II, 6.
Nótese, además, que la «gracia de unión» sólo se da en Cristo, mientras que la «gracia santificante» se encuentra también en las almas de los justos; en Cristo se halla en su plenitud, plenitud de que todos recibimos, en una medida más o menos amplia, la gracia santificante. Hay que observar sobre todo que Cristo no es Hijo adoptivo de Dios, como lo somos nosotros, por la gracia santificante, sino que es Hijo de Dios por naturaleza.
En nosotros la gracia santificante origina la adopción divina; mas en Cristo la función de la gracia santificante consiste en obrar de modo que la naturaleza del futuro Redentor -una vez unida a la Persona del Verbo por la gracia de unión y convertida por esta misma gracia en la humanidad del propio Hijo de Dios- pueda obrar de un modo sobrenatural].
El Espíritu Santo, al derramar en el alma de Jesús la plenitud de las virtudes (+Is 11,2), le infundió al mismo tiempo la plenitud de sus dones.- Oíd lo que cantaba Isaías, hablando de la Virgen y de Cristo, que de ella debía nacer: «Brotará una vara de la raza de Tessé (la Virgen), y de sus raíces saldrá un tallo (Cristo). En El se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y será henchido del espíritu de temor de Dios».
En una circunstancia memorable, mencionada por San Lucas, se aplicó nuestro Señor a Sí mismo este texto del Profeta. Ya sabéis que en tiempo de Jesús se reunían los judíos el sábado en la sinagoga, y un doctor de la ley, de entre los asistentes, desplegaba el rollo de las Escrituras para leer la parte del texto sagrado asignado al día. Cuenta, pues, San Lucas que un sábado, al comenzar su vida pública, entró nuestro divino Salvador en la sinagoga de Nazaret; y como le entregaran el libro del profeta Isaías, al desenvolverlo dio con el lugar donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre Mí; porque El me ha consagrado con su unción y me ha enviado a evangelizar a los pobres, a curar a los que tienen el corazón desgarrado, a anunciar a los cautivos su liberación, a publicar el tiempo de la gracia del Señor». Enrollando después el libro lo devolvió y se sentó; todos en la sinagoga tenían clavada en El la mirada; entonces les dijo Jesús: «Hoy se ha cumplido este oráculo, y vosotros mismos habéis visto realizada la predicción del Profeta» (Lc 4,16 ss.). Nuestro Señor hacía suyas las palabras de Isaías que comparan la acción del Espíritu Santo a una unción. [En la liturgia, en el himno Veni Creator Spiritus, se llama al Espíritu Santo spiritalis unctio]. La gracia del Espíritu Santo se ha difundido sobre Jesús como aceite de alegría que le ha consagrado, primero, como Hijo, de Dios y Mesías, y le ha henchido, además, de la plenitud de sus dones y de la abundancia de los divinos tesoros. «Por eso, con preferencia a tus compañeros, el Señor te ha ungido con el óleo de la alegría» (Sal 44,8) [+Hch 10,38; Iesum a Nazareth, quomodo unxit eum Deus, Spiritu Sancto. Véase también Mt 12,18]. Esta santa unción se verificó en el momento mismo de la Encarnación, y precisamente para significarla, para darla a conocer a los judíos y para proclamar que El es el Mesías, el Cristo, esto es, el Ungido del Señor, el Espíritu Santo se posó visiblemente sobre Jesús en figura de paloma el día de su bautismo, cuando iba a comenzar su vida pública. Esta era la señal por la que Cristo debía ser reconocido, como lo declaraba su Precursor el Bautista: «El Mesías es aquel sobre quien bajare el Espíritu Santo» (Jn 1,33).
Desde este momento, los Evangelios nos muestran cómo el alma de Jesucristo en toda su actividad obedecía a las inspiraciones del Espíritu Santo. El Espíritu le empuja al desierto, donde será tentado (Mt 4,1); después de vivir una temporada en el desierto, «el mismo Espíritu le conduce de nuevo a Galilea» (Lc 4,14), por la acción de este Espíritu arroja al demonio de los cuerpos de los posesos (Mt 12,28); bajo la acción del Espíritu Santo salta de gozo cuando da gracias a su Padre porque revela los secretos divinos a las almas sencillas: «En aquella hora estalló de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Finalmente, nos dice San Pablo que la obra maestra de Cristo, aquella en la cual brilla más su amor al Padre y su caridad para con nosotros, el sacrificio sangriento en la Cruz por la salud del mundo, le ofreció Cristo a impulso del Espíritu Santo: «El cual, mediante el Espíritu Santo, se ofreció a Dios cual Hostia inmaculada» (Heb 9,14).
¿Qué nos indican todas estas revelaciones sino que el Espíritu de amor guiaba toda la actividad humana de Cristo? Cristo, el Verbo encarnado es el que obra; todas sus acciones son acciones de la única Persona del Verbo en que subsiste la naturaleza humana pero así y todo, Cristo obra por inspiración y a impulsos del Espíritu Santo. El alma de Jesús, convertida en alma del Verbo por la gracia de la unión hipostática estaba además henchida de gracia santificante y obraba por la suave moción del Espíritu Santo.
De ahí que todas las acciones de Cristo fueran santas. Su alma, aunque creada como todas las demás almas, era santísima; en primer lugar por hallarse unida al Verbo; unida a una persona divina, tal unión hizo de ella, desde el primer momento de la Encarnación, no un santo cualquiera, sino el Santo por excelencia, el Hijo mismo de Dios.- Es santa además por estar hermoseada con la gracia santificante, que la capacita para obrar sobrenaturalmente y en consonancia con la unión inefable que constituye su inalienable privilegio.- Es santa, en tercer lugar, porque todas sus acciones y operaciones, aun cuando sean actos ejecutados únicamente por el Verbo encarnado, se realizan por moción y por inspiración del Espíritu Santo Espíritu de amor y santidad.
Adoremos los admirables misterios que se producen en Cristo: El Espíritu Santo santifica el ser de Cristo y toda su actividad; y como en Cristo esa santidad alcanza el grado sumo, como toda santidad humana se ha de modelar en la suya y debe serle tributaria, por eso canta la Iglesia a diario: «Tú eres el solo santo, ¡oh Cristo Jesús!» El solo santo, porque eres, por tu Encarnación, el único y verdadero Hijo de Dios; el solo santo, porque posees la gracia santificante en toda su plenitud, a fin de distribuirla entre nosotros, el solo santo, porque tu alma se prestaba con infinita docilidad a los toques del Espíritu de amor que inspiraba y regulaba todos tus movimientos, todos tus actos, y les hacía agradables al Padre.
3. Operaciones del Espíritu Santo en la Iglesia; el Espíritu Santo, alma de la Iglesia
Las maravillas que se obraban en Cristo bajo la inspiración del Espíritu Santo, se reproducen en nosotros, por lo menos en parte, cuando nos dejamos guiar de aquel Espíritu divino. Pero, ¿poseemos acaso nosotros ese Espíritu? -Sin duda alguna que sí.
Antes de subir al cielo, prometió Jesús a sus discípulos que rogaría al Padre para que les diera el Espíritu Santo, e hizo, de ese don del Espíritu a nuestras almas, objeto de una súplica especial. «Rogaré al Padre y os dará otro Consolador, el Espíritu de verdad» (Jn 14, 16-17). Y ya sabéis cómo fue atendida la petición de Jesús, con qué abundancia se dio el Espíritu Santo a los Apóstoles el día de Pentecostés. De ese día data, por decirlo así, la toma de posesión por parte del Espíritu divino de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y podemos añadir que, si Cristo es jefe y cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es alma de ese cuerpo. El es quien guía e inspira a la Iglesia, guardándola, como se lo prometiera Jesús, en la verdad de Cristo y en la luz que El nos trajo: «Os enseñará toda verdad y os recordará todo lo, que os he enseñado» (ib. 14,26).
Esa acción del Espíritu Santo en la Iglesia es varia y múltiple.- Os dije antes que Cristo fue consagrado Mesías y Pontífice por una unción inefable del Espíritu Santo y con unción parecida consagra Cristo a los que quiere hacer participantes de su poder sacerdotal, para proseguir en la tierra su misión santificadora: «Recibid el Espíritu Santo... el Espíritu Santo designó a los obispos para que gobiernen la Iglesia» (Hch 20,28); el Espíritu Santo es quien habla por su boca y da valor a su testimonio (ib. 15,26; Hch 15,28; 20, 22-28). Del mismo modo, los Sacramentos, medios auténticos que Cristo puso en manos de sus ministros para transmitir la vida a las almas, jamás se confieren sin que preceda o acompañe la invocación al Espíritu Santo. El es quien fecunda las aguas del Bautismo. «Hay que renacer del agua por el Espíritu Santo para entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5); «Dios, dice San Pablo, nos salva en la fuente de regeneración renovándonos por el Espíritu Santo» (Tit 3,5), ese mismo, Espíritu se nos «da» en la Confirmación para ser la unción que debe hacer del cristiano un soldado intrépido de Jesucristo; El es quien nos confiere en ese Sacramento la plenitud de la condición de cristiano y nos reviste de la fortaleza de Cristo, -al Espíritu Santo, como nos lo demuestra sobre todo la Iglesia Oriental, se atribuye el cambio que hace del pan y del vino, el cuerpo y la sangre de Jesucristo; los pecados son perdonados, en el Sacramento de la Penitencia, por el Espíritu Santo (Jn 20, 22-23) [Santo Tomás, III, q.3, a.8, ad 3]; en la Extremaunción se le pide que «con su gracia cure al enfermo de sus dolencias y culpas»; en el Matrimonio se invoca también al Espíritu Santo para que los esposos cristianos puedan, con su vida, imitar la unión que existe entre Cristo y la Iglesia.
¿Veis cuán viva, honda e incesante es la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Bien podemos decir con San Pablo que es el «Espíritu de vida» (Rm 8,2), verdad que la Iglesia repite en el Símbolo cuando canta su fe en el «Espíritu vivificador»: Es, pues, verdaderamente el alma de la Iglesia, el principio vital que anima a la sociedad sobrenatural; que la rige, que une entre sí sus diversos miembros y les comunica espiritual vigor y hermosura.
[Al decir que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, no es nuestro intento enseñar que sea la forma de la Iglesia, como lo es el alma en el compuesto humano. En tal sentido, sería teológica más exacto decir que el alma de la Iglesia es la gracia santificante -con las virtudes infusas, que forman su cortejo obligado-; la gracia es, en efecto, el principio de la vida sobrenatural, que da vida divina a los miembros pertenecientes al cuerpo de la Iglesia; mas también en este caso es muy imperfecta la analogía entre la gracia y el alma; pero no es ésta la ocasión de disertar sobre esta diferencias. Cuando decimos que el Espíritu Santo y no la gracia es el alma de la Iglesia, no hacemos sino tomar la causa por el efecto, esto es, que el Espíritu Santo produce la gracia santificante; queremos, pues, con esta expresión (Espíritu Santo=alma de la Iglesia) hacer resaltar el influjo interno vivificador y «unificador» (si se puede hablar así) que ejerce el Espíritu Santo en la Iglesia.- Ese modo de expresarnos es perfectamente legítimo y tiene consigo la aprobación de varios Padres de la Iglesia, como San Agustín: Quod est in corpore nostro anima, id est Spiritus Sanctus in corpore Christi quod est Ecclesia (Serm. CLXXXVII, de tempore). Muchos teólogos modernos hablan del mismo modo, y León XIII consagró esta expresión en su Encíclica sobre el Espíritu Santo. También interesa notar que Santo Tomás, para encarecer la influencia íntima del Espíritu Santo en la Iglesia, la compara a la que ejerce el corazón en el organismo humano III, q.8, a.1, ad 3].
En los primeros días de la Iglesia, la acción del Espíritu Santo fue mucho más visible que en los nuestros. Así convenía a los designios de la Providencia, porque era menester que la Iglesia pudiese establecerse sólidamente, manifestando a los ojos del mundo pagano las señales luminosas de la divinidad de su fundador, de su origen y de su misión.- Esas señales, frutos de la efusión del Espíritu Santo, eran admirables, y todavía nos maravillamos al leer el relato de los comienzos de la Iglesia. El Espíritu descendía sobre aquellos a quienes el bautismo hacía discípulos de Cristo, y los colmaba de carismas tan variados como asombrosos: gracia de milagros, don de profecía, don de lenguas y otros mil favores extraordinarios, concedidos a los primeros cristianos para que, al contemplar a la Iglesia hermoseada con tal profusión de magníficos dones, se viera bien a las claras que era verdaderamente la Iglesia de Jesús. Leed la primera Epístola de San Pablo a los de Corinto, y veréis con qué fruición enumera el Apóstol las maravillas de que él mismo era testigo; en cada enumeración de esos dones tan variados, añade: «El mismo y único Espíritu es quien obra todo esto», porque El es amor, y el amor es fuente de todos los dones «en el mismo Espíritu» (Cor 12,9). El es quien fecunda a esta «Iglesia que Jesús redimió con su sangre y quiso fuera santa e inmaculada» (Ef 5,27).
4. Acción del Espíritu Santo en las almas donde mora
Mas si los caracteres extraordinarios y visibles de la acción del Espíritu Santo han desaparecido en general, la acción de ese divino Espíritu se perpetúa en las almas y, si bien es sobre todo interior, no por eso es menos admirable.
Hemos visto que la santidad no es más que el desarrollo de la primera gracia, la gracia de adopción divina que se nos da en el Bautismo, como luego diremos, por la cual nos convertimos en hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. El quid de toda santidad consiste en saber sacar de esa gracia inicial de la adopción, para hacerlos fructificar. todos los tesoros y riquezas que contiene y que Dios quiere extraigamos de ella. Cristo es, como hemos dicho, el modelo de nuestra filiación divina, el que nos la ha merecido del Padre, y el que ha establecido personalmente los cauces por los cuales nos llega.
Mas el desarrollo fecundo en nosotros de esta gracia que debemos a Jesús es obra de la Santísima Trinidad, aunque, no sin motivo, se atribuye especialmente al Espíritu Santo. ¿Por qué así? -Por lo mismo de siempre. La gracia de adopción es puramente gratuita, y tiene su fuente en el amor: «Contemplad cuán grande caridad nos ha mostrado Dios Padre, que ha querido que seamos llamados sus hijos y que en realidad lo seamos» (Jn 3,1). Ahora bien; en la Trinidad adorable, el Espíritu Santo es el amor sustancial, y por ello, San Pablo nos dice que la «caridad de Dios», o, lo que es lo mismo, la gracia que nos hace hijos de Dios, «la ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo», «porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
Desde que por medio del Bautismo se nos infundió la gracia, el Espíritu Santo mora en nosotros con el Padre y el Hijo. «Si alguno me ama, tiene dicho Nuestro Señor, mi Padre le amará también y vendremos a él y en él fijaremos nuestra morada» (Jn 14,23). La gracia hace de nuestra alma templo de la Trinidad Santa, y nuestra alma, adornada con la gracia, es verdaderamente morada de Dios. En ella habita, no solamente como en todos los seres por su esencia y potencia, con que sostiene y conserva todas las criaturas en el ser, sino de un modo muy particular e íntimo, como objeto de conocimiento y de amor sobrenaturales. Mas porque la gracia nos une de tal modo a Dios, que ella es principio y medida de nuestra caridad, se dice especialmente que el Espíritu Santo es el que «mora en nosotros», no de un modo personal, que excluya la presencia del Padre y del Hijo, sino en cuanto procede por amor y es lazo de unión entre los dos. «En vosotros permanecerá y en vosotros morará» (Jn 14,17) decía nuestro Señor.- Aun en el hombre empecatado se advierten huellas del poder y sabiduría de Dios, mas sólo los justos, sólo los que estan en gracia comparten la caridad sobrenatural, de ahí que San Pablo dijera a los fieles: «¿No sabéis que sois templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios y está en vosotros?» (1Cor 6,19).
Mas, ¿qué hace ese Espíritu divino en nuestras almas, ya que, siendo Dios, siendo amor, no puede quedar ocioso? -Nos da primeramente testimonio de que «somos hijos de Dios» (Rm 8,16). Es espíritu de amor y de santidad, que, como nos ama, quiere también hacernos participantes de su santidad, para que seamos verdaderos y dignos hijos de Dios.
Con la gracia santificante, que deifica, por decirlo así, a nuestra naturaleza, capacitándola para obrar sobrenaturalmente, el Espíritu Santo deposita en nosotros energías y «hábitos» que elevan al nivel divino las potencias y facultades de nuestra alma; de ahí provienen las virtudes sobrenaturales y sobre todo las teologales de fe, esperanza y caridad, que son propiamente las virtudes características y específicas de los hijos de Dios; después, las virtudes morales infusas, que nos ayudan en la lucha contra los obstáculos que se cruzan en el camino del cielo; y, por fin, los dones.- Detengámonos en ellos siquiera algunos instantes.
El divino Salvador, nuestro modelo, los recibió también, como hemos visto, aunque con medida eminente y trascendental, o, mejor todavía, sin medida ni tasa. La medida de los dones en nosotros es limitada, pero aun así es tan fecunda, que obra maravillas de santidad en las almas en que abundan esos dones. ¿Por qué así? -Porque ellos sobre todo son los que perfeccionan nuestra adopción, como vamos a verlo.
¿Qué son, pues, los dones del Espíritu Santo? -Son, y ya el nombre lo indica, bienes gratuitos que el Espíritu nos reparte juntamente con la gracia santificante y las virtudes infusas.- La Iglesia nos dice en su liturgia que el mismo Espíritu Santo es el don por excelencia: «Don del Dios altísimo» [Donum Dei altissimi. Himno. Veni Creator], porque viene a nosotros desde el Bautismo para dársenos como prenda de amor. Pero ese don es divino y vivo; es un huésped que, lleno de largueza, quiere enriquecer al alma que le recibe.
Siendo El mismo el Don increado, es por lo mismo fuente de los dones creados que con la gracia santificante y las virtudes infusas habilitan al alma para vivir sobrenaturalmente de un modo perfecto.
En efecto, nuestra alma, aun adornada de la gracia y de las virtudes, no recupera aquel estado de primitiva integridad que Adán tuvo antes de pecar; la razón, sujeta ella misma a error, ve que su manto de reina se lo disputan el apetito inferior y los sentidos; la voluntad está expuesta a desfallecimientos. ¿Qué resulta de semejante estado de cosas? -Que en la obra capital de nuestra santificación nos vemos de continuo necesitados de acudir a la ayuda directa del Espíritu Santo. El puede dispensarnos esta ayuda por medio de sus inspiraciones, las cuales todas se encaminan a nuestro mayor perfeccionamiento y santidad. Mas para que sus inspiraciones sean bien acogidas por nosotros, despierta El mismo en nuestras almas ciertas disposiciones que nos hacen dóciles y moldeables: esas disposiciones son precisamente los dones del Espíritu Santo. [En Jesucristo la presencia de los dones no proviene de la necesidad de ayudar a la flaqueza de la razón y de la voluntad, como quiera que jamás estuvo sujeto a error ni a flaqueza alguna; estos dones le fueron otorgados al alma de Jesús porque constituyen una perfección, y convenía que todo lo que dice perfección residiera en Jesucristo. Vimos más atrás la influencia que el Espíritu Santo ejerció con sus dones en el alma de Jesús]. Los dones no son, pues, las inspiraciones mismas del Espíritu Santo, sino las disposiciones que nos hacen obedecer pronta y fácilmente a esas inspiraciones.
Los dones disponen al alma para que pueda ser movida y dirigida en el sentido de su perfección sobrenatural, en el sentido de la filiación divina, y por ellos tiene un como instinto divino de lo sobrenatural. El alma, que en virtud de esas disposiciones se deja guiar por el Espíritu, obra con toda seguridad como cuadra a un hijo de Dios. En toda su vida espiritual piensa y obra de una forma «conveniente» desde el punto de vista sobrenatural. [Dona sunt quædam perfectiones hominis quibus homo disponitur ad hoc quod sequatur instinctum Spiritus Sancti. Santo Tomás, I-II, q.68, a.3]. El alma que es fiel a las inspiraciones del Espíritu Santo posee un tacto sobrenatural que la hace pensar y obrar con facilidad y presteza como hija de Dios. Comprendéis con esto que los dones inclinan al alma y la disponen a moverse en una atmósfera donde todo es sobrenatural; de la que todo lo natural queda excluido en cierto sentido. Por los dones, el Espíritu Santo tiene y se reserva la alta dirección de nuestra vida sobrenatural.
Todo esto es de importancia suma para el alma, puesto que nuestra santidad es esencialmente de orden sobrenatural. Verdad es que ya por las virtudes el alma en gracia obra sobrenaturalmente, pero obra de un modo conforme a su condición racional y humana por movimiento propio, por iniciativa personal; mas con los dones queda dispuesta a obrar directa y únicamente por la moción divina (guardando, dicho se está, su libertad, que se manifiesta por el asentimiento a la inspiración de lo alto), y esto de un modo que no se compagina siempre con su manera racional y natural de ver las cosas: La influencia de los dones es pues, en un sentido muy real, superior a la de las virtudes, a las que no reemplazan sin duda, pero cuyas operaciones completan maravillosamente. [Dona a virtutibus distinguuntur in hoc quod virtutes perficiunt ad actus humano modo, sed dona ultra humanum modus. S. Thom. Sent. III, dist. XXXIV, q.1, a.1.- Donorum ratio propria est ut per ea quis super humanum modum operetur. Sent. II, dist. XXXV, q.2, a.3].
Por ejemplo, los dones de Entendimiento y de Ciencia perfeccionan el ejercicio de la virtud de fe, y por ahí se explica que almas sencillas y sin cultura alguna, pero rectas y dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, tengan unas convicciones tan arraigadas, una comprensión y una penetración de las cosas sobrenaturales que a veces causan asombro, y una especie de instinto espiritual que las pone en guardia contra el error y las permite adherirse tan resueltamente a la verdad revelada, que quedan al abrigo de toda duda. ¿De dónde proviene todo esto? ¿Del estudio y de un examen concienzudo de las verdades de su fe? -No, es obra del Espíritu Santo, del Espíritu de verdad, que perfecciona mediante el don de Inteligencia o, de Ciencia, su virtud de fe. Como veis, los dones constituyen para el alma un tesoro inestimable a causa de su carácter puramente sobrenatural.- Los dones acaban de perfeccionar ese admirable organismo sobrenatural a través del cual Dios llama a nuestras almas a vivir la vida divina. Concedidos como son, en mayor o menor medida, a toda alma que vive en gracia, quedan en ella en estado permanente mientras no arrojamos por el pecado mortal al Huésped divino de donde dimanan. Pudiendo progresivamente acrecentarse, se extienden, además, a toda nuestra vida sobrenatural y la tornan sumamente fecunda, ya que por e]los se hallan nuestras almas bajo la acción directa y la influencia inmediata del Espíritu Santo.- Ahora bien, el Espíritu Santo es Dios con el Padre y el Hijo, y nos ama entrañablemente y quiere nuestra santificación; sus inspiraciones, que dimanan de un principio de bondad y de amor, no llevan otra mira que la de moldearnos de modo que nuestra semejanza con Jesús resulte más perfecta y cumplida.- De ahí que, aun cuando no sea éste su papel propio y exclusivo, los dones nos disponen también a aquellos actos heroicos por los que se manifiesta claramente la santidad.
¡Inefable bondad la de nuestro Dios, que nos provee con tanto cuidado y con tanta esplendidez de cuanto habemos menester para llegar a El! ¿No sería una ofensa, para el Huésped divino de nuestras almas, dudar de su bondad y amor, no confiar en su largueza, en su munificencia, o mostrarnos perezosos en aprovecharnos de ella?...
5. Doctrina de los dones del Espíritu Santo
Digamos ahora una palabra de cada uno de los dones. El número siete no constituye un límite, porque la acción de Dios es infinita, antes bien, indica plenitud, como otros muchos números bíblicos. Seguiremos simple mente el orden trazado por Isaías en su profecía mesiánica, sin tratar de establecer entre los dones gradación ni relaciones bien definidas, sino procurando únicamente explicar del mejor modo posible lo que es propio de cada uno.
El primero de los dones es el de Sabiduría. ¿Qué significa aquí Sabiduría? -«Es un conocimiento sabroso de las cosas espirituales, sapida cognitio rerum spiritualium un don sobrenatural para conocer o estimar las cosas divinas por el sabor espiritual que el Espíritu Santo nos da de ellas»; un conocimiento sabroso, íntimo y profundo de las cosas de Dios, que es precisamente lo que pedimos en la oración de Pentecostés: Da nobis in eodem Spiritu recta sapere. Sapere es tener, no ya sólo conocimiento, sino gusto de las cosas celestiales y sobrenaturales. No es, ni muchísimo menos, eso que se llama devoción sensible, sino más bien como una experiencia espiritual de la obra divina que el Espíritu Santo se digna realizar en nosotros; es la respuesta al «Gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal 33,9). Este don nos hace preferir sin vacilación a todas las alegrías de la tierra la dicha que es patrimonio exclusivo de los que sirven a Dios. El hace exclamar al alma fiel: «¡Qué deliciosas, Señor, son tus moradas! Un día pasado en tu casa vale por años pasados lejos de Ti» (ib. 83, 2-11). Mas es preciso para experimentar esto que huyamos con cuidado de todo cuanto nos arrastra a los deleites ilícitos de los sentidos.
El don de Entendimiento nos hace ahondar en las verdades de la fe. San Pablo dice que el «Espíritu que sondea las profundidades de Dios, las revela a quien le place» (1Cor 2,10). Y no es que este don amengüe la incomprensibilidad de los misterios o que suprima la fe, sino que ahonda más en el misterio que el simple asentimiento de que le hace objeto la fe; su campo abarca las conveniencias y grandezas de los misterios, sus relaciones mutuas y las que tienen con nuestra vida sobrenatural. Se extiende asimismo a las verdades contenidas en los Libros Sagrados, y es el que parece haber sido concedido en mayor medida El los que en la Iglesia han brillado por la profundidad de su doctrina, a los cuales llamamos «Doctores de la Iglesia», aunque todo bautizado posea también este precioso don. Leéis un texto de las divinas Escrituras, lo habréis leído y releído un sinnúmero de veces sin que haya impresionado a vuestro espíritu, pero un día brilla de repente una luz que alumbra. por decirlo así, hasta las más íntimas reconditeces de la verdad enunciada en este texto; esa verdad entonces os aparece clara deslumbradora, convirtiéndose a menudo en germen de vida y de actos sobrenaturales. ¿Habéis llegado a ese resultado por medio de vuestra reflexión? -No antes bien, una iluminación, una ilustración del Espíritu Santo, es la que, por el don de Entendimiento, os dio el ahondar más profundamente, en el sentido oculto e íntimo de las verdades reveladas para que las tengáis en mayor aprecio.
Por el don de Consejo, el Espíritu Santo responde a aquel suspiro del alma: «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch 9,6).- Ese don nos previene contra toda precipitación o ligereza, y, sobre todo, contra toda presunción, que es tan dañina en los caminos del espíritu. Un alma que no quiere depender de nadie, que tributa culto al yo, obra sin consultar previamente a Dios por medio de la oración, obra prácticamente como si Dios no fuera su Padre celestial, de donde toda luz dimana. «Todo don perfecto de arriba viene, del Padre de la luz» (Sant 1,17). Ved a nuestro divino Salvador, ved cómo dice que el Hijo, esto es, El mismo, nada hace que no vea hacer al Padre: «Nada puede hacer el Hijo por sí, fuera de lo que viere hacer al Padre» (Jn 5,10). El alma de Jesús contemplaba al Padre para ver en El el modelo, de sus obras, y el Espíritu de Consejo le descubría los deseos del Padre, de ahí que todo cuanto Jesús hacía agradaba a su Padre: «Siempre hago lo que agrada a mi Padre» (ib. 8,29). El don de Consejo es una disposición mediante la cual los hijos son capaces de juzgar las cosas a la luz de unos principios superiores a toda sabiduría humana. La prudencia natural, de suyo muy limitada, aconsejaría obrar de tal o cual modo, mas por el don de Consejo nos descubre el Espíritu Santo más elevadas normas de conducta por las que debe regirse el verdadero hijo de Dios.
No basta a veces conocer la voluntad de Dios; la naturaleza decaída ha menester a menudo energías para realizar lo que Dios quiere de nosotros; pues el Espíritu Santo, con su don de Fortaleza, nos sostiene en esos trances particularmente críticos.- Hay almas apocadas que temen las pruebas de la vida interior. Es imposible que falten semejantes pruebas; y aun puede decirse que serán tanto más duras cuanto a más altas cumbres estemos llamados. Pero no hay por qué temer; nos asiste el Espíritu de Fortaleza: «Permanecerá y habitará en vosotros» (Jn 14,17). Como los Apóstoles en Pentecostés, seremos también nosotros revestidos de la «fuerza de lo alto» (Lc 24,49), para cumplir generosos la voluntad divina, para obedecer, si es preciso, «a Dios antes que a los hombres» (Hch 4,19), para sobrellevar con denuedo las contrariedades que nos salgan al paso a medida que nos vamos allegando a Dios. Por eso rogaba con tantas veras San Pablo por sus caros fieles de Efeso, a fin de que «el Espíritu les diera la fuerza y la firmeza interior que necesitaban para adelantar en la perfección» (Ef 3,16). El Espíritu Santo dice a aquel a quien robustece con su fuerza lo que en otro tiempo dijo a Moisés cuando se espantaba de la misión que Dios le confiaba y que consistía en librar al pueblo hebreo del yugo faraónico. No temas, que «yo estaré contigo» (Ex 3,12). Tendremos a nuestra disposición la misma fortaleza de Dios. Esa, ésa es la fortaleza en que se forja el mártir, la que sostiene a las vírgenes; el mundo se pasma al verlos tan animosos, porque se figura que sacan las fuerzas de sí mismos, cuando en realidad su fortaleza es Dios.
El don de Ciencia nos hace ver las cosas creadas en su aspecto sobrenatural como sólo las puede ver un hijo de Dios.- Hay múltiples modos de considerar lo que está en nosotros o en nuestro contorno. Un descreído y un alma santa contemplan la naturaleza y la creación de muy diversa manera. El incrédulo no tiene sino ciencia puramente natural, por muy vasta y profunda que sea; el hijo de Dios ve la creación con la luz del Espíritu Santo y se le aparece como una obra de Dios donde se reflejan sus eternas perfecciones. Este don nos hace conocer los seres de la creación y nuestro mismo ser desde un punto de vista divino nos descubre nuestro fin sobrenatural y los medios más adecuados para alcanzarlo, pero con intuiciones que previenen contra las mentidas máximas del mundo y las sugestiones del espíritu de las tinieblas.
Los dones de Piedad y de Temor de Dios se completan entrambos mutuamente. El don de Piedad es uno de los más preciosos, porque concurre directamente a regular la actitud que hemos de observar en nuestras relaciones con Dios: mezcla de adoración, de respeto, de reverencia hacia una majestad que es divina; de amor, de confianza, de ternura, de total abandono y de santa libertad en el trato con nuestro Padre, que está en los cielos.- En vez de excluirse uno a otro, entrambos sentimientos pueden ir perfectamente hermanados, y el Espíritu Santo se encargará de enseñarnos el modo de armonizarlos. Así como en Dios no se excluyen el amor y la justicia, así en nuestra actitud de hijos de Dios hay cierta mezcla de reverencia inefable que nos hace prosternar ante la majestad soberana y de amor tierno que nos mueve a arrojarnos confiados en los brazos bondadosos del Padre celestial. El Espíritu Santo concilia entre sí estos dos sentimientos, al parecer encontrados.- El don de Piedad produce otro fruto, y es tranquilizar a las almas tímidas (porque las hay), que temen, en sus relaciones con Dios, equivocarse en la elección de las «fórmulas» de sus oraciones; ese escrúpulo lo disipa el Espíritu Santo cuando se escuchan sus inspiraciones. El es «el Espíritu de verdad»; y si es una realidad, como dice San Pablo, que no sabemos orar cual conviene, el Espíritu está con nosotros para ayudarnos: «El ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26-27).
Viene, por fin, el don de Temor de Dios.- ¿No es verdad que parece extraño que se encuentre en el vaticinio de Isaías sobre los dones del Espíritu Santo que adornarán el alma de Cristo aquella expresión: «Será henchido de espíritu de temor de Dios?» ¿Será esto posible? ¿Cómo Cristo, el Hijo de Dios, puede estar transido de temor de Dios? -Es que hay dos clases de temor: el temor que sólo mira al castigo que merece el pecado; temor servil, falto de nobleza, pero que a veces resulta provechoso.- Hay, en cambio, otro temor que nos hace evitar el pecado porque ofende a Dios, y éste es el temor filial, que es, a pesar de todo, imperfecto mientras vaya mezclado con temor de castigo. Huelga decir que ni uno ni otro tuvieron jamás asiento en el alma santísima de Cristo; en ella hubo sólo temor perfecto, temor reverencial, ese temor que tienen las angélicas potestades ante la perfección infinita de Dios [Tremunt potestates. Prefacio de la Misa], este temor santo que se traduce en adoración: «Santo es el temor de Dios y existirá por los siglos de los siglos» (Sal 28,10). Si nos fuera dado contemplar la humanidad de Jesús, la veríamos anonadada de reverencia ante el Verbo al que esta unida. Esta es la reverencia que pone el Espíritu Santo en nuestras almas. El cuida de fomentarla en nosotros, pero moderándola y fusionándola en virtud del don de Piedad, con ese sentimiento de amor y de filial ternura, fruto de nuestra adopción divina que nos permite llamar a Dios ¡Padre! Ese don de Piedad imprime en nosotros, como en Jesús, la inclinación a relacionarlo todo con nuestro Padre, y a enderezarlo todo a El.
Esos son los dones del Espíritu Santo. Perfeccionan las virtudes, disponiéndonos a obrar con una seguridad sobrenatural, que constituye en nosotros como un instinto divino para percibir las cosas celestiales: por esos dones que el mismo Espíritu Santo deposita en nosotros, nos hace dóciles, nos perfecciona y desarrolla nuestra condición de hijos de Dios. «Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos tales son hijos de Dios» (Rm 8,14). Al dejarnos, pues, guiar por ese espíritu de amor, cuando somos, en la medida de nuestra flaqueza, constantemente fieles a sus santas inspiraciones, a esos toques que nos llevan a Dios, a hacer en todo su gusto, entonces nuestra alma obra totalmente en consonancia con su adopción divina; entonces produce frutos que son término de la acción del Espíritu Santo en nosotros, a la vez que recompensa anticipada por nuestra fidelidad a la misma: Tal es su dulzura y suavidad.- Esos frutos los enumera ya San Pablo, y son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, dulzura, confianza, modestia continencia y castidad (Gál 5, 22-23). Esos frutos, dignos todos del Espíritu de amor y de santidad, son dignos también de nuestro Padre celestial, que encuentra en ellos su gloria: «Mi Padre resultará glorificado si vosotros dais abundante fruto» (Jn 15,8); dignos, en fin, de Jesucristo, que nos los mereció, y a quien el Espíritu Santo nos une. «si alguno permanece en mí y yo en él, ese dará abundante fruto» (ib. 5).
Hallábase Nuestro Señor en Jerusalén por la fiesta de los Tabernáculos, que era una de las más solemnes de cuantas celebraban los judíos, cuando levantando la voz en medio de las turbas, exclamó: «Si alguien tiene sed venga a Mí y beba, el que cree en Mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva fluirán de sus entrañas». Y añade San Juan: «Esto lo, dijo Jesús del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El» (ib. 7, 37-39). El Espíritu Santo, que nos es enviado por los méritos de Cristo, que como Verbo es el encargado de transmitirle, viene a resultar en nosotros el principio y el manantial de esos ríos de aguas vivas de la gracia que sacia nuestra sed hasta la vida eterna, esto es, que produce en nosotros frutos de vida perdurable [Huiusmodi autem flumina sunt aquæ vivæ quia sunt continuatæ suo principio scilicet, Spiritui Sancto inhabitanti. Santo Tomás, In Joan., VII, lec. 5].
En espera de la bienaventuranza suprema, «esas aguas regocijan la ciudad de las almas que bañan». «La impetuosidad de la corriente del torrente refresca la ciudad de Dios» (Sal 45,5). Por eso dice San Pablo que todas las almas fieles que creen en Cristo «beben en un mismo Espíritu» (1Cor 12,33). De ahí también que la liturgia, eco de la doctrina de Jesús y del Apóstol, nos haga invocar al Espíritu Santo, que es a la vez el Espíritu de Jesús, como a «fuente de vida» (Fons vivus. Himno Veni Creator).
6. Nuestra devoción al Espíritu Santo: invocarle y ser fieles a sus inspiraciones
Tal es, pues, la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en las almas; acción santa como el principio divino de donde emana, accion que nos impulsa a santificarnos. Ahora bien, ¿cuál no será la devoción que hemos de tener a este Espíritu que mora en nuestras almas desde el Bautismo y cuya actividad en nosotros es de suyo tan honda y eficaz?
Ante todas las cosas, debemos invocarle con frecuencia. El es Dios, como el Padre y el Hijo; El también desea nuestra santidad, y es conforme al plan divino que acudamos al Espíritu Santo como acudimos al Padre y al Hijo ya que tiene el mismo poder y la misma bondad que ellos. La Iglesia, en esto, como en todo, nos sirve de guía, puesto que cierra el ciclo de las fiestas en las cuales se van como descorriendo los misterios de Cristo, con la solemnidad de la venida del Espíritu Santo, Pentecostés, y emplea, para implorar la gracia del Espíritu divino, oraciones admirables aspiraciones caldeadas de amor, cual es el Veni Sancti Spiritus. Debemos acudir a El y decirle: «Oh amor infinito, que procedes del Padre y del Hijo, concédeme el Espíritu de adopción; enséñame a portarme siempre como verdadero hijo de Dios; quédate conmigo, y ande yo siempre contigo para amar como Tú amas; sin Ti nada soy; de mí nada valgo; pero así y todo, mantenme siempre a tu lado, de modo que a través de Ti, esté siempre unido al Padre y al Hijo». Pidámosle siempre y con empeño creciente, participación más grande de sus dones, del Sacrum Septenarium.- Debemos también darle las más humildes y rendidas gracias. Si bien es verdad que Cristo nos lo mereció todo, también lo es que nos guía y nos dirige por su Espíritu, y de éste nos viene el raudal de gracias que nos hacen poco a poco semejantes a Jesús. ¿Cómo, pues, no hemos de demostrar a menudo agradecimiento a este Huésped cuva presencia amorosa y eficaz nos colma de riquezas y beneficios? He aquí el primer homenaje que hemos de tributar a ese Espíritu que es Dios con el Padre y el Hijo: creer con fe práctica que nos impulse a recurrir a El; creer en su divinidad, en su poder, en su bondad.
[Al decir que Cristo nos gobierna por su Espíritu, no entendemos que el Espíritu Santo sea un instrumento, siendo como es Dios y causa de la gracia; antes queremos indicar que el Espíritu Santo es (en nosotros) principio de gracia, que procede a su vez de un principio, del Padre y del Hijo; Jesucristo, en calidad de Verbo, nos envía al Espíritu Santo. Santo Tomás, I, q.45, a.6, ad 2]
Así pues, cuidémonos de no contrariar su acción en nosotros.- «No extingáis el Espíritu de Dios» (Tes 5,19), dice San Pablo; y también: «No contristéis al Espíritu Santo» (Ef 4,30). Como os dije, la acción del Espíritu Santo en el alma es muy delicada, porque es acción de remate, de perfeccionamiento; sus toques son toques de delicadeza suma. Debemos, pues, hacer lo posible para no estorbar con nuestras ligerezas la actuación del Espíritu Santo, ni con nuestra disipación voluntaria, ni con nuestra apatía, ni con nuestras resistencias advertidas y queridas, ni con el apego desmedido a nuestro propio parecer: «No seáis sabihondos» (Rm 12,16). Al entender en las cosas de Dios, no os fiéis de la humana sabiduría, porque el Espíritu Santo os abandonaría a vuestra prudencia natural, y bien sabéis que toda esta prudencia no es a los ojos de Dios sino pura «necedad» (1Cor 3,19).- La acción del Espíritu Santo es perfectamente compatible con aquellas flaquezas que se nos deslizan por descuido en la vida, de las cuales somos los primeros en lamentarnos; con nuestras enfermedades, nuestras servidumbres humanas, nuestras dificultades y tentaciones. Nuestra nativa pobreza no arredra al Espíritu Santo que es «Padre de los pobres» [Pater pauperum. Secuencia Veni Sancte Spiritus], como le llama la Iglesia.
Lo incompatible con su acción es la resistencia fríamente deliberada a sus inspiraciones. ¿Por qué? -Primero, porque el espíritu procede por amor, es el amor mismo; y con todo eso, aunque el amor que nos tiene no conozca límites, aun cuando su acción sea infinitamente poderosa, el Espíritu Santo es respetuosísimo con nuestra libertad, no violenta nuestra voluntad. ¡Tenemos el triste privilegio de poder resistirle! Pero nada contrista tanto al amor como el notar resistencia obstinada a sus requerimientos. Además, con sus dones, sobre todo, nos guía el Espíritu Santo por la senda de la santidad, y nos hace vivir como hijos de Dios; y precisamente con sus dones, impulsa y determina al alma a obrar.
«En los dones el alma, más que agente, es movida» [In donis Spiritus Sancti mens humana non se habet ut movens, sed magis ut mota. Santo Tomás, II-II, q.52, a.2, ad 1], pero esto no quiere decir que deba permanecer enteramente pasiva, sino que debe disponerse a la acción divina, escucharla, serle fiel sin tardanza.- Nada embota tanto la acción del Espíritu Santo en nosotros como la falta de flexibilidad frente a esos interiores movimientos que nos llevan a Dios, que nos mueven a observar sus mandamientos, a darle gusto, a ser caritativos, humildes y confiados: un «no» deliberado y rotundo, aun cuando se trate de cosas menudas, contraría la acción del Espíritu Santo en nosotros; con eso resulta menos intensa, menos frecuente, y el alma entonces no remonta su vuelo, y toda su vida sobrenatural es lánguida: «No contristéis al Espíritu».
Si esas resistencias deliberadas, voluntarias y maliciosas se multiplican, si degeneran en frecuentes y habituales, el Espíritu Santo se calla. El alma entonces, abandonada a sí misma y sin más norte ni sostén interior en el camino de la perfección, corre inminente riesgo de ser presa del príncipe de las tinieblas, y se extingue en ella la caridad. No apaguéis el Espíritu Santo, que es a manera de fuego de amor que arde en nuestras almas [Spiritum nolite exstinguere; Ignis, Himno Veni Creator. Et tui amoris ignem accende. Misa de Pentecostés].
Seamos siempre generosos, fieles al «Espíritu de verdad», siquiera en la corta medida que es dada nuestra flaqueza, porque El es también Espíritu de santificación. Seamos almas dóciles y sensibles a los toques de este Espíritu.- Si nos dejamos guiar de El, luego desarrollará plenamente en nosotros la gracia divina de la adopción sobrenatural que nos quiso dar el Padre, y que el Hijo nos mereció. ¡De qué alegría tan honda, de qué libertad interior gozan las almas que se entregan así a la acción del Espíritu Santo! Ese divino Espíritu nos hará rendir frutos de santidad agradables a Dios; artista divino como es de mano sumamente delicada, dará cima en nosotros a la obra de Jesús, o más bien formará a Jesús en nosotros, como formó un día su santa humanidad, a fin de que reproduzcamos en esta frágil naturaleza, mediante su acción, los rasgos de la filiación divina que recibimos en Jesucristo, para la gloria del Eterno Padre: «Jesucristo fue concebido en santidad, por obra del Espíritu Santo, destinado a ser Hijo de Dios por naturaleza; otros, en virtud del mismo Espíritu, se santifican para llegar a ser hijos de Dios por adopción» (Santo Tomás, III, q.32, a.1).


SEGUNDA PARTE
Fundamento y doble aspecto de la vida cristiana

1
La fe en Jesucristo, fundamento de la vida cristiana
La fe, primera disposición del alma, y cimiento de la vida sobrenatural
En las pláticas anteriores, que forman como una exposición de conjunto, he procurado explicaros la economía de los divinos designios, considerada en sí misma.
Hemos contemplado el plan eterno de nuestra predestinación adoptiva en Jesucristo: la realización de ese plan por la Encarnación, siendo Cristo, Hijo del Padre, a la vez nuestro modelo, nuestra redención y nuestra vida hemos tratado en fin de la misión de la Iglesia, que, guiada por el Espíritu Santo, prosigue en el mundo, la obra santificadora del Salvador.
La excelsa figura de Cristo domina todo este plan divino; en ella se fijan las ideas eternas; El es el Alfa y la Omega. Antes de su Encarnación en El convergen las figuras, símbolos, ritos y profecías, y después de su venida, todo también esta supeditado a El; es verdaderamente «el eje del plan divino».
También hemos visto cómo ocupa el centro de la vida sobrenatural.- Lo sobrenatural se encuentra primeramente en El: Hombre-Dios, humanidad perfecta, indisolublemente unida a una Persona divina, posee la plenitud de la gracia y de los celestiales tesoros, de los cuales mereció por su pasión y muerte ser constituido dispensador universal.
El es el camino, el único camino para llegar al Padre Eterno; «El que no anda por él, se extravía». «Nadie llega al Padre si no va a través del Hijo» (Jn 14,15); «fuera de ese fundamento por Dios preestablecido, no hay nada firme». «Nadie puede edificar sobre otra base...» (1Cor 3,2). Sin ese Redentor y la fe en sus méritos, no hay salvación posible, y menos todavía santidad (Hch 4,12).- Cristo Jesús es la única senda, la única verdad, la única vida. Quien se aparta de ese camino, se aparta de la verdad, y busca en vano la vida: «Quien tiene al Hijo tiene la vida, y quien no tiene al Hijo carece de ella» (1Jn 5,12).
Vivir sobrenaturalmente es participar de esa vida divina, de la que Cristo es el depositario. De El nos viene el ser hijos adoptivos de Dios, y no lo somos sino en la medida en que somos conformes al que es por derecho Hijo verdadero y único del Padre, pero que quiere tener con El una multitud de hermanos por la gracia santificante. A esto se reduce toda la obra sobrenatural considerada desde el punto de vista de Dios.
Cristo vino a la tierra a realizarla: «Para que alcanzáramos la dignidad de hijos adoptivos» (Gál 4,5); para eso también transfirió a la Iglesia todos sus tesoros y poderes, enviándola de continuo el «Espíritu de Verdad» y de santificación para que dirija, guíe y perfeccione con su acción la obra santificadora hasta que el cuerpo místico llegue, al fin de los tiempos, a su entera perfección. La bienaventuranza misma, fin de nuestra sobrenatural adopción, no es sino una herencia que Cristo ha tenido a bien compartir con nosotros: «Herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rm 8,17).
De modo que Cristo es, y seguirá siendo, el único objeto de las divinas complacencias; y si un mismo amor abarca con eterna mirada a todos los elegidos que forman su reino, es sólo por El y en El. «Cristo ayer y hoy; Cristo por los siglos de los siglos» (Heb 13,8).
He aquí lo que hasta ahora hemos considerado. Pero de bien poco nos serviría el entretenernos en contemplar de una forma exclusivamente teórica y abstracta este plan divino en el que resplandece la sabiduría y bondad de nuestro Dios.
Hemos de adaptarnos prácticamente a ese plan, so pena de no pertenecer al reino de Cristo; de esto precisamente nos ocuparemos en las siguientes pláticas. Me esforzaré en mostraros de qué forma la gracia toma posesión de nuestras almas por el Bautismo; la obra de Dios que se va elaborando en nosotros; las condiciones de nuestra cooperación personal como criaturas libres, de modo que nos hagamos lo más dignos que sea posible de participar activamente de la vida divina.
Vamos a ver cómo el fundamento de todo este edificio espiritual es la fe en la divinidad de Nuestro Señor, y cómo el Bautismo, puerta de todos los sacramentos, imprime en toda nuestra existencia un doble carácter, de muerte y de vida: «de muerte al pecado» y de «vida en Dios».
En el admirable discurso que pronunció en la última Cena, la víspera de morir, y en el que parece descorrió el Señor un poquito el velo que nos oculta los secretos de la vida divina, nos dijo Jesús que «es una gloria para su Padre el que demos frutos abundantes» (Jn 15,8).
Procuremos desarrollar en nosotros esta cualidad de hijos de Dios cuanto podamos, porque así nos conformaremos con los designios eternos: pidamos a Cristo, Hijo único del Padre, y modelo nuestro, que nos enseñe prácticamente, no sólo cómo vive El en nosotros, sino también cómo hemos nosotros de vivir en El; porque ahí está el secreto, ése es el único medio a nuestro alcance para ponernos en disposición de poder rendir los frutos copiosos por los cuales el Padre podrá considerarnos como a hijos suyos muy queridos. «Si alguien permanece en mí y yo en él, ese tal dará fruto abundante» (ib. 5).
He dicho, y quisiera que esa verdad quedase grabada en el fondo de vuestras almas, que toda nuestra santidad consiste en participar de la santidad de Jesucristo, Hijo de Dios. ¿De que modo lograremos esa participación? -Recibiendo en nosotros al mismo Jesucristo, que es la única fuente de esa santidad. San Juan, hablando de la Encarnación, nos dice que «todos los que han recibido a Jesucristo han recibido el poder de ]legar a ser hijos de Dios». Pero, ¿cómo se recibe a Cristo, Verbo humanado? Primero y principalmente, por la fe: «A los que creen en su persona» (Jn 1,12).
Dícenos San Juan, por tanto, que la fe en Jesucristo es la que nos hace hijos de Dios, y no de otro modo se expresa San Pablo cuando dice. «Sois todos vosotros hijos de Dios mediante la fe en Jesucristo» (+Rm 3, 22-26). En efecto, por medio de la fe en la divinidad de Jesucristo, nos identificamos con El, le aceptamos tal cual es, Hijo de Dios y Verbo encarnado; la fe nos entrega a Cristo; y Jesucristo, a su vez, introduciéndonos en el dominio de lo, sobrenatural, nos presenta y ofrece a su Padre.- Y cuanto más perfecta, profunda, viva y constante sea la fe en la divinidad de Cristo, tanto mayor derecho tendremos, en calidad de hijos de Dios, a la participación de la vida divina. Recibiendo a Cristo por la fe, llegamos a ser por la gracia lo que El es por naturaleza, hijos de Dios; y entonces esa nuestra condición de hijos reclama de parte del Padre celestial una infusión de vida divina; nuestra calidad de hijos de Dios es como una oración continua: a ¡Oh Padre santo, dadnos el pan nuestro de cada día, es decir, la vida divina, cuya plenitud reside en vuestro Hijo!»
Hablemos, pues, de la fe.- La fe constituye la primera disposición que se exige de nosotros en nuestras relaciones con Dios: «El primer contacto del hombre con Dios es por la fe» [Prima coniunctio hominis ad Deum per fidem. Santo Tomás, IV Sent., dist. 39, a. 6, ad 2; Est aliquid primum in virtutibus directe per quod scilicet iam ad Deum acceditur. Primus autem accessus ad Deum est per fidem. II-II, q.161, a.5, ad 2. +II-II, q.4, a.7, et q.23, a.8]. Lo mismo dice San Agustín: «La fe es la que se encarga en primer término de sujetar el alma a Dios» [Fides est prima quæ subiugat animam Deo. De agone christiano, cap.III, nº.14]. Y San Pablo añade: «Es necesario que los que aspiran a acercarse a Dios empiecen por creer ya que sin fe es imposible agradarle» (Heb 11,5-6); y más imposible aún el llegar a gozar de su amistad y permanecer hijos suyos» [Impossibile est ad filiorum eius consortium pervenire. Conc. Trid., Sess. VI, cap.8].
Como veis, la materia no es ya sólo importantísima sino vital.- No comprenderemos nada de la vida espiritual ni de la vida divina en nuestras almas, si no advertimos que se halla toda ella «fundada en la fe» (Col 1,23), en la convicción íntima y profunda de la divinidad de Jesucristo. Pues, como dice el Sagrado Concilio de Trento: «La fe es raíz y fundamento de toda justificación y, por consiguiente, de toda santidad» [Fides est humanæ salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis. Sess. VI, cap.8].
Veamos ahora lo que es la fe, su objeto y de qué forma se manifiesta.
1. Cristo exige la fe como condición previa de la unión con él
Consideremos lo que ocurría cuando Jesucristo vivía en Judea.- Veremos, al recorrer el relato de su vida en los Evangelios, que es la fe lo que ante todas las cosas reclama de cuantos a El se dirigen.
Leemos que cierto día dos ciegos le seguían gritando: «Hijo de David, ten piedad de nosotros». Jesús deja que se le acerquen, y les dice: «¿Creéis que puedo curaros?» A lo que responden: « Sí, Señor». Entonces tócales los ojos y les devuelve la vista, diciendo: «Hágase conforme a vuestra fe» (Mt 9, 27-30). Del mismo modo, luego de su Transfiguración, encuentra, al pie de la montaña del Tabor, a un padre que le suplica que cure a su hijo poseído del demonio. Y, ¿qué le dice Jesús? «Si puedes creer, todo es posible al que cree». No hizo falta más para que el desventurado padre exclamara: «Creo, Señor pero ayudad la flaqueza de mi fe» (ib. 17, 14-19; Mc 9, 16-26; Lc 9, 38-43). Y Jesús liberta al niño. Al pedirle el jefe de la sinagoga que resucite a su hija, no es otra la respuesta que éste recibe de Jesucristo: «Cree tan sólo y será salvada» (Lc 8,50).- Muy a menudo resuena esta palabra en sus labios; frecuentemente le oímos decir: «Id, vuestra fe os ha salvado, vuestra fe os ha curado». Se lo dice al paralítico, se lo dice a la mujer enferma doce años hacía y que acababa de ser curada por haber tocado con fe su manto (Mc 5, 25-34).
Como condición indispensable de sus milagros requiere la fe en El aun tratándose de aquellos a quienes más ama. Reparad en que cuando Marta, hermana de Lázaro, su amigo, a quien pronto resucitará, le da a entender que hubiera muy bien podido impedir la muerte de su hermano, Jesucristo le dice que resucitará Lázaro, pero quiere, antes de obrar el prodigio, que Marta haga un acto de fe en su persona: «Yo soy la Resurrección y la Vida. ¿Lo crees así?» (Jn 11, 25-26; +40 y 42).
Limita deliberadamente los efectos de su poder allí donde no encuentra fe; el Evangelio nos dice expresamente que en Nazaret «no hizo muchos milagros por razón de la incredulidad de sus moradores» (Mt 13,58). Diríase que la falta de fe paraliza, si así puedo expresarme, la acción de Cristo.
En cambio, allí donde la encuentra, nada sabe rehusar, y se complace en hacer públicamente su elogio con verdadero calor. Cierto día que Jesús estaba en Cafarnaúm, un pagano, un oficial que mandaba una compañía de cien hombres se le aproxima y le pide la curación de uno de sus servidores enfermo. Dícele Jesús: «Iré y le curaré». Pero el centurión le responde al punto: «Señor, no os toméis semejante molestia, que no soy digno de que entréis en mi tienda; decid simplemente una palabra y curará mi servidor; yo mismo tengo soldados a mis órdenes; y digo a éste: vete, y va; a aquel otro: vente, y viene; a mi criado: haz esto, y lo hace. Así, también bastará que digáis Vos una palabra, que conjuréis a la enfermedad para que desaparezca, y desaparecerá». ¡Qué fe la de este pagano! Por eso Jesucristo, aun antes de pronunciar la palabra libertadora, manifiesta el gozo que semejante fe le causa: «En verdad, que ni siquiera entre los hijos de Israel he podido encontrar una fe semejante. Debido a ello, vendrán los gentiles a tomar asiento en el festín de la vida eterna, en el reino de los Cielos, mientras que los hijos de Israel, llamados los primeros al banquete, serán arrojados a causa de su incredulidad». Y dirigiéndose al centurión: «Vete, le dice, y suceda conforme has creído» (ib. 8, 1-13; Lc 7, 1-10).
Tanto agrada a Jesús la fe, que ella acaba por obtener de El lo que no entraba en sus intenciones conceder.- Tenemos de ello un ejemplo admirable en la curación pedida por una mujer cananea. Nuestro Señor había llegado a las fronteras de Tiro y Sidón, región pagana. Habiéndole salido al encuentro una mujer de aquellos contornos, comenzó a exclamar en alta voz: «Tened piedad de mí, Señor, Hijo de David; mi hija es cruelmente atormentada por el demonio». Jesús, al principio, no le hace caso, y en vista de ello, sus discípulos ínstanle, diciendo: «Despachadla pronto, después de otorgarle lo que pide pues no deja de importunarnos con sus gritos». «Mi misión, les responde Cristo, es la de predicar solamente a los judíos». -A sus Apóstoles reservaba la evangelización de los paganos.- Pero he aquí que la buena mujer se postra a sus pies. «Señor, vuelve a decirle, socórreme». Y Jesús vuelve igualmente a replicar lo mismo que a los Apóstoles, bien que empleando una locución proverbial, en uso por aquel entonces, para distinguir a los judíos de los paganos.
«No es lícito tomar el pan de los hijos para darlo a los perros». Al oír esto, exclama ella, animada por su fe:•«Cierto, Señor; pero los cachorritos comen al menos las migajas que caen de la mesa de sus amos». Jesús, conmovido ante semejante fe, no puede menos de alabarla y concederle al punto lo que solicita: «¡Oh mujer, tu fe es grande; hágase según tus deseos!» Y a la misma hora fue curada su hija (Mt 15, 22-28).
Trátase en la mayor parte de estos ejemplos, sin duda ninguna, de curaciones corporales; pero del mismo modo, y debido también a la fe, perdona Nuestro Señor los pecados y concede la vida eterna.- Considerad lo que dice la Magdalena, cuando la pecadora se arroja a sus pies y los riega con sus lágrimas: «Tus pecados han sido perdonados». La remisión de los pecados es, a no dudarlo, una gracia de orden puramente espiritual. Ahora bien, ¿por qué razón Jesucristo devuelve a Magdalena la vida de la gracia? -Por su fe. Jesucristo Dícele exactamente las mismas palabras que a los que curaba de sus enfermedades corporales: «Vete; tu fe te ha salvado» (Lc 7,50).- Vengamos por fin, al Calvario. ¡Qué magnífica recompensa promete al Buen Ladrón, atendiendo a su fe! Probablemente era un bandido este ladrón; pero en la cruz, y cuando todos los enemigos de Cristo le agobian con sus sarcasmos y mofas: «Si realmente es, como lo dijo, el Hijo de Dios descienda de la cruz, y creeremos en El», el ladrón confiesa la divinidad de Cristo, al que ve abandonado de sus discípulos, y muriendo en un madero, puesto que habla a Jesús de «su reino», precisamente en el momento en que va a morir, y le pide un asiento en ese reino. ¡Qué fe en el poder de Cristo agonizante! ¡Cómo le llega a Jesucristo al corazón! «En verdad, tú estarás hoy conmigo en el Paraíso». Le perdona sólo por esta fe todos sus pecados, y le promete un lugar en su reino eterno. La fe era la primera virtud que Nuestro Señor exigía de los que se le acercaban, y la primera que ahora reclama de nosotros.
Cuando antes de su Ascensión a los Cielos envía a los Apóstoles a continuar su misión por el mundo, lo que exige es la fe; y podemos decir que en ella cifra la realización de la vida cristiana: «Id, enseñad a todas las naciones... el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado». ¿Quiere esto decir que basta sólo la fe? -No; los Sacramentos y la observancia de los Mandamientos son igualmente necesarios, pero un hombre que no cree en Jesucristo, nada tiene que ver con sus Mandamientos ni con los Sacramentos. Por otra parte, si nos acercamos a sus Sacramentos, si observamos sus preceptos, es debido a que creemos en Jesucristo; por consiguiente, la fe es la base de nuestra vida sobrenatural.
La gloria de Dios exige de nosotros que durante el tiempo de nuestra vida terrenal le sirvamos en la fe. Ese es el homenaje que espera de nosotros y que constituye toda nuestra prueba, antes de llegar a la meta final. Llegará un día en que habremos de ver a Dios cara a cara; su gloria entonces consistirá en comunicarse plenamente en todo su esplendor y en toda la claridad de su eterna bienaventuranza; pero mientras estemos aquí abajo, entra en el plan divino que Dios sea para nosotros un Dios oculto; aquí abajo, quiere Dios ser conocido, adorado y servido en la fe; cuanto más extensa, viva y práctica sea ésta, tanto más agradables nos haremos a las divinas miradas.
2. Naturaleza de la fe: asentimiento al testimonio de Dios proclamando que Jesús es su Hijo
Pero me diréis: ¿en qué consiste la fe?-Hablando en general puede decirse que la fe es una adhesión de nuestra inteligencia a la palabra de otro. Cuando un hombre íntegro y leal nos dice una cosa, la admitimos, tenemos fe en su palabra; dar su palabra a alguien es darse uno mismo.
La fe sobrenatural es la adhesión de nuestra inteligencia, no a la palabra de un hombre, sino a la palabra de Dios.-Dios no puede ni engañarse ni engañarnos; la fe es un homenaje que se tributa a Dios considerado como verdad y autoridad supremas.
Para que este homenaje sea digno de Dios, debemos someternos a la autoridad de su palabra, cualesquiera que sean las dificultades que en ello encuentre nuestro espíritu. La palabra divina nos afirma la existencia de misterios que superan nuestra razón; la fe puede sernos exigida en cosas que los sentidos y la experiencia parecen presentarnos de muy distinta manera a como nos las presenta Dios; pero Dios exige que nuestra convicción en la autoridad de su revelación sea tan absoluta, que si toda la creación nos afirmara lo contrario, dijéramos a Dios, a pesar de todo: «Dios mío, creo, porque Tú lo has dicho».
Creer, dice Santo Tomás, es dar, bajo el imperio de la voluntad, movida por la gracia, el asentimiento, la adhesión de nuestra inteligencia a la verdad divina [Ipsum autem credere est actus intellectus assentientis veritati divinæ ex imperio voluntatis sub motu gratiæ. II-II, q.2, a.9].
El espíritu es el que cree, pero no por eso está ausente el corazón; y Dios nos infunde en el Bautismo, para que cumplamos este acto de fe, un poder, una fuerza, un «hábito»: la virtud de fe, por la cual se mueve nuestra inteligencia a admitir el testimonio divino por amor a su veracidad. En esto reside la esencia misma de la fe, bien que esta adhesión y este amor comprendan, naturalmente, un número de grados infinito.- Cuando el amor que nos inclina a creer, nos arrastra de un modo absoluto a la plena aceptación, teórica y práctica, del testimonio de Dios, nuestra fe es perfecta, y, como tal, obra y se manifiesta en la caridad [Fides nisi ad eam spes accedat et caritas neque unit perfecte cum Christo, neque corporis eius vivum membrum efficit. Conc. Trid., sess. VI, cap.7].
Ahora bien, ¿cuál es, en concreto, ese testimonio de Dios que debemos aceptar por la fe? -Helo aquí en resumen: Que Cristo Jesús es su propio Hijo, enviado para nuestra salvación y nuestra santificación.
Sólo en tres ocasiones oyó el mundo la voz del Padre, y las tres para escuchar que Cristo es su Hijo, su único Hijo, digno de toda complacencia y de toda gloria: «Escuchadle» (Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28). Este es, según lo dijo nuestro Señor mismo, el testimonio de Dios al mundo cuando le dio su Hijo. «El Padre que me envió es quien dio testimonio de mí» (Jn 5,37. Véase todo el pasaje desde el v. 31).- Y para confirmar este testimonio, Dios ha dado a su Hijo el poder de obrar milagros: le ha resucitado de entre los muertos. Nuestro Señor nos dice que la vida eterna está supeditada a la aceptación plena de este testimonio. «Esta es la voluntad del Padre que me envió: que todo el que vea y crea en el Hijo, tenga la vida eterna» (Ib 6,40. +17,21); e insiste con frecuencia sobre este punto: «En verdad os digo que quienquiera que crea en Aquel que me envió, tiene la vida eterna... ha pasado de la muerte a la vida» (ib. 5,24).
Abundando en el mismo sentimiento, escribe San Juan palabras como éstas, que no nos cansaremos nunca de meditar: «Tanto amó Dios al mundo, que llegó a darle su único Hijo». ¿Y para qué se lo dio? «Para que todo el que crea en El no, perezca, antes bien, tenga la vida eterna», y añade a guisa de explicación: «Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve; quien cree en El, no es condenado, pero el que no cree, ya está condenado por lo mismo que no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios» (Jn 3, 16-18). «Juzgar» tiene aquí, como hemos traducido, el sentido de condensar, y San Juan dice que quien no cree en Cristo ya está condenado; fijaos bien en esta expresión: «Ya está condenado»; lo que equivale a enseñar que el que no tiene fe en Jesucristo en vano procurará su salvación: su causa está va desde ahora juzgada. El Padre Eterno quiere que la fe en su Hijo, por El enviado, sea la primera disposición de nuestra alma y la base de nuestra salvación. «Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna, mas quien no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (ib. 3,36).
Atribuye Dios tal importancia a que creamos en su Hijo, que su cólera permanece -nótese el tiempo presente: «permanece» desde ahora y siempre- sobre aquel que no cree en su Hijo. ¿Qué significa todo esto? Que la fe en la divinidad de Jesús es, en conformidad con los designios del Padre, el primer requisito para participar de la vida divina; creer en la divinidad de Jesucristo implica creer en todas las demás verdades reveladas. Toda la Revelación puede considerarse contenida en este supremo testimonio que Dios nos da de que Jesucristo es su Hijo; y toda la fe, puede decirse que se halla igualmente implícita en la aceptación de este testimonio. Si, en efecto, creemos en la divinidad de Jesucristo, por el hecho mismo creemos en toda la revelación del Antiguo Testamento que encuentra toda su razón de ser en Cristo; admitimos también toda la revelación del Nuevo Testamento, ya que todo cuanto nos enseñan los Apóstoles y la Iglesia no es sino el desarrollo de la revelación de Cristo.
Por tanto, el que acepta la divinidad de Cristo abraza, al mismo tiempo, el conjunto de toda la Revelación; Jesucristo es el Verbo encarnado; el Verbo expresa a Dios, tal cual Dios es, todo lo que El sabe de Dios; este mismo Verbo se encarna y se encarga de dar a conocer a Dios en el mundo (ib. 1,18). y cuando mediante la fe recibimos a Cristo, recibimos toda la Revelación.
De modo que la convicción íntima de que nuestro Señor es verdaderamente Dios constituye el primer fundamento de toda la vida espiritual; si llegamos a comprender bien esta verdad y extraemos las consecuencias prácticas en ella implicadas, nuestra vida interior estará llena de luz y de fecundidad.
3. La fe en la divinidad de Jesucristo es el fundamento de nuestra vida interior; el Cristianismo es la aceptación de la divinidad de Cristo en la Encarnación
Insistamos algo más en esta importantísima verdad. Durante la vida mortal de Jesucristo, su divinidad estaba oculta bajo el velo de la humanidad; era objeto de fe hasta para quienes vivían con El.
Sin duda que los judíos se percataban de la sublimidad de su doctrina. «¿Qué hombre, decían, ha hablado jamás como este Hombre?» (Jn 7,46). Veían «obras que sólo Dios puede hacer» (ib. 3,2). Pero veían también que Cristo era hombre; y nos dicen que ni sus mismos convecinos, que no le habían conocido fuera del taller de Nazaret, creían en El, a pesar de todos sus milagros (ib. 7,5).
Los Apóstoles, aun cuando eran sus continuos oyentes, no veían su divinidad. En el episodio mencionado ya, en el cual vemos a nuestro Señor preguntar a sus discípulos quién es El, le contesta San Pedro: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo». Pero nuestro Señor advierte al punto que San Pedro no hablaba de aquel modo porque tuviera la evidencia natural, sino únicamente por razón de una revelación hecha por el Padre; y a causa de esta revelación, le proclama bienaventurado.
Más de una vez también, leemos en el Evangelio, que contendían los judíos entre sí con respecto a Cristo.- Por ejemplo: Con ocasión de la parábola del buen pastor que da la vida voluntariamente por sus ovejas, decían unos: «Está poseído del demonio; ha perdido el sentido: ¿por qué le escucháis?» Otros, en cambio, replicaban: «Reflexionemos un poco: ¿Acaso sus palabras son las de un poseído del demonio?» Y añadían, aludiendo al milagro del ciego de nacimiento curado por Jesús algunos días antes: «¿Por ventura un demonio puede abrir los ojos de un ciego?»
Algunos judíos, queriendo entonces saber a qué atenerse, rodean a Jesús y le dicen: «¿Hasta cuándo nos vas a tener sin saber a qué carta quedarnos? Si eres Tú el Cristo, dínoslo francamente». Y, ¿qué es lo que les responde Jesús nuestro Señor? -«Ya os lo he dicho, y no me creéis, las obras que hago, en nombre de mi Padre dan testimonio de Mí», y añade: «Pero no me creéis porque no sois del número de mis ovejas; mis ovejas oyen mi voz; las conozco, y ellas me siguen, les he dado la vida eterna, y no han de perecer nunca, ni nadie podrá arrebatármelas; nadie las arrebatará de la mano de mi Padre que me las ha dado, pues mi Padre y Yo somos uno». Entonces los judíos, tomándole por blasfemo, ya que osaba proclamarse igual a Dios, reúnen piedras para apedrearle. Y como Jesús les preguntara por qué obraban de semejante modo: «Te apedreamos, le responden, a causa de tus blasfemias, pues pretendes ser Dios, cuando no eres más que hombre». ¿Cuál es la respuesta de Jesús? ¿Desmiente el reproche? -No; antes al contrario, lo confirma, certísimamente, es lo que piensan: igual al Padre; han comprendido bien sus palabras, pero se complace en afirmarlas de nuevo: es el Hijo de Dios, «ya que, dice, hago las obras de mi Padre, que me envió y además por la naturaleza divina "el Padre está en Mí y yo en el Padre"» (Jn 10, 37-38).
Así, pues, como veis, la fe en la divinidad de Jesucristo constituye para nosotros, como para los judíos de su tiempo, el primer paso para la vida divina: creer que Jesucristo es Hijo de Dios, Dios en persona, es la primera condición requerida para poder figurar en el número de sus ovejas, para poder ser agradable a su Padre. Esto es, ciertamente, lo que de nosotros reclama el Padre: Esta es la voluntad de Dios: «que creáis en Aquel a quien El ha enviado» (ib. 6,29). No es otra cosa el Cristianismo sino la afirmación, con todas sus consecuencias doctrinales y prácticas, aun las mas remotas, de la divinidad de Cristo en la Encarnación. El reinado de Cristo, y con él la santidad se establecen en nosotros en la medida de la pureza, esplendor y plenitud de nuestra fe en Jesucristo. Reparad y veréis cómo la santidad es el desenvolvimiento de nuestra condición de hijos de Dios. Ahora bien: por la fe, sobre todo, nacemos a esa vida de gracia que nos hace hijos de Dios: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo ese tal es hijo de Dios» (1Jn 5,1). No llegaremos a ser en realidad verdaderos hijos de Dios, mientras nuestra vida no se halle fundamentada en esta fe. El Padre nos da a su Hijo a fin de que sea todo para nosotros: nuestro modelo, nuestra santificación, nuestra vida: «Recibid a mi Hijo, pues en El lo encontraréis todo»: «¿Cómo juntamente con su Hijo no nos iba a dar todas las demás cosas?» (Rm 8,32). «Recibiéndole, me recibís a Mí, y llegáis por medio de El y en El a ser hijos míos amadísimos». Que es lo mismo que decía nuestro Señor: «El que en Mí cree, no solamente tiene fe en Mí, sino que ésta se remonta hasta el Padre que me envió» (Jn 12,44).
Leemos en San Juan: «si recibimos el testimonio de los hombres», si creemos razonablemente lo que los hombres nos afirman, «todavía mucho mayor que el testimonio humano es el testimonio de Dios»; y, repitámoslo una vez más: ese testimonio de Dios no es otro que el testimonio que el Padre ha dado de que Cristo es su Hijo. «Quien cree en el Hijo de Dios, posee en sí mismo ese testimonio de Dios; y, por el contrario, quien no cree en el Hijo, le tacha de mentiroso, ya que no cree en el testimonio dado por Dios respecto a su Hijo» (1Jn 5, 9-10). Estas palabras encierran una profunda verdad. Porque, ¿en qué consiste este testimonio? -«En habernos dado Dios la vida eterna que reside en el Hijo; de suerte que, quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no le tiene, tampoco tiene la vida» (Ib 11-12). ¿Qué significan estas palabras?
Para comprenderlo, debemos remontarnos apoyados en la luz de la Revelación, hasta la misma fuente de la vida en Dios.- Toda la vida del Padre en la Santísima Trinidad consiste en «decir» su Hijo, su Verbo -palabra-, en engendrar, mediante un acto único, simple, eterno, un Hijo semejante a El, al que pueda comunicar la plenitud de su ser y de sus perfecciones. En esta Palabra, infinita como El, en este Verbo único y eterno, no cesa el Padre de reconocer a su Hijo, su propia imagen, «el esplendor de su gloria».- Y toda palabra, todo testimonio que Dios nos da exteriormente sobre la divinidad de Cristo, por ejemplo: él que nos dio en el bautismo de Jesús: «He ahí mi Hijo amadísimo», no es sino el eco en el mundo sensible del testimonio que se da el Padre a Sí mismo en el santuario de la divinidad, expresado por una palabra en la que todo El se encierra y que es su vida íntima.
Por tanto, al recibir ese testimonio del Padre Eterno, al decir a Dios: «Este niñito reclinado en un pesebre es vuestro Hijo; le adoro y me entrego todo a El; este adolescente que trabaja en el taller de Nazaret es vuestro Hijo; le adoro; este hombre, crucificado en el Calvario, es vuestro Hijo; yo le adoro; ese fragmento de pan son las apariencias bajo las que se oculta vuestro Hijo; le adoro en ellas», al decir a Jesucristo mismo: «Eres el Cristo, Hijo de Dios», y al postrarnos ante El, rindiéndole todas nuestras energías, cuando todas nuestras acciones están de acuerdo con esta fe y brotan de la caridad, que hace perfecta la fe; entonces, nuestra vida toda conciértese en eco de la vida del Padre que «expresa» eternamente a su Hijo en una palabra infinita; porque siendo esta «expresión» del Hijo por parte del Padre constante, no cesando jamás, abarcando todos los tiempos, siendo un presente eterno, al «expresar» nosotros nuestra fe en Cristo, nos asociamos a la misma vida eterna de Dios. Esto es lo que nos dice San Juan: «El que cree que Jesucristo es el Hijo de Dios, tiene el testimonio de Dios consigo», ese testimonio mediante el cual el Padre dice su Verbo.
4. Ejercicio de la virtud de la fe; fecundidad de la vida interior basada en la fe
Por mucho que los multiplicáramos, no repetiríamos nunca bastante estos actos de fe en la divinidad de Cristo.- Esta fe la hemos recibido en el Bautismo, y no debemos dejarla enterrada ni adormecida en el fondo del corazón; antes por el contrario, hemos de pedir a Dios que nos la aumente; debemos ejercitarla nosotros mismos, con la repetición de actos.- Y cuanto más pura y viva sea, tanto más penetrará nuestra existencia y tanto más sólida, verdadera, luminosa, segura y fecunda será nuestra vida espiritual. Pues la convicción profunda de que Cristo es Dios y que nos ha sido dado, contiene en sí toda nuestra vida espiritual: de esa íntima convicción nace nuestra santidad como de su fuente, y cuando la fe es viva, penetra por entre el velo de la humanidad que oculta a nuestras miradas la divinidad de Cristo. Ora se nos muestre sobre un pesebre bajo la forma de débil niño; ora en un taller de obrero; ora profeta, blanco siempre de las contradicciones de sus enemigos; ora en las ignominias de una muerte infame, o ya bajo las especies de pan y vino, la fe nos dice con invariable certidumbre que siempre es el Hijo de Dios, el mismo Cristo, Dios y Hombre verdadero, igual al Padre y al Espíritu Santo en majestad, en poder, en sabiduría, en amor. Cuando llega a ser profunda esta convicción, entonces nos arrastra a un acto de intensa adoración y de abandono en la voluntad de aquel que, bajo el velo del hombre, permanece lo que es, Dios todopoderoso y perfección infinita.
Debemos, si no lo hemos hecho hasta ahora, postrarnos a los pies de Cristo, y decirle: «Señor Jesús, Verbo Encarnado, creo que eres Dios; verdadero Dios engendrado del Dios verdadero; no veo tu divinidad, pero desde el momento que tu Padre me dice: «Este es mi Hijo muy amado», creo y porque creo quiero someterme todo entero a ti, cuerpo, alma, juicio, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación, mis energías todas; quiero que en mí se realicen las palabras del Salmista: «Que todas las cosas os estén sometidas a título de homenaje; «Todo lo rendiste a sus pies» (Sal 8,8; +Heb 2,8); quiero que seas mi jefe, que tu Evangelio sea mi luz, y tu voluntad mi guía; no quiero ni pensar de otro modo que tú, pues eres verdad infalible, ni obrar de otro modo que lo quieres tú, pues eres el único camino que lleva al Padre, ni buscar contento y alegría fuera de tu voluntad, ya que eres la fuente misma de la vida. «Poséeme todo entero, por tu Espíritu, para gloria del Padre».-Con este acto de fe, ponemos el verdadero fundamento de nuestra vida espiritual: «Nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto, esto es, Cristo Jesús» (1Cor 3,11. +Col 2,6).
Si renovamos con frecuencia este acto, entonces, Cristo como dice San Pablo, «habita en nuestros corazones» (Ef 3,17), o lo que es lo mismo, reina de un modo permanente, como maestro y rey de nuestras almas; llega, en una palabra, a ser en nosotros, por medio de su Espíritu, el principio de la vida divina. Renovemos, por consiguiente, lo más a menudo que podamos, este acto de fe en la divinidad de Jesús, seguros de que, cada vez que así lo hacemos, consolidamos más y más el fundamento de nuestra vida espiritual, haciéndolo poco a poco inconmovible.- Al entrar en una iglesia y ver la lamparita que luce ante el sagrario, y anuncia la presencia de Jesucristo, Hijo de Dios, sea nuestra genuflexión algo más que una simple ceremonia hecha por rutina, sea un homenaje de fe interna y de profunda adoración a nuestro Señor, cual si le viéramos en el esplendor de su gloria; al cantar o recitar en el Gloria de la Misa todas estas alabanzas y estas súplicas a Jesucristo: «Señor Dios, Hijo de Dios, Cordero de Dios, que a la diestra del Padre estás sentado. Tú solo eres Santo, Tú solo Señor, Tú solo Altísimo, junto con el Espíritu Santo en la infinita gloria del Padre, entonces, digo, salgan esas alabanzas antes del corazón que de los labios; al leer el Evangelio, hagámoslo con la convicción de que quien en él habla es el Verbo de Dios, luz y verdad infalibles que nos revela los secretos de la divinidad, al cantar en el Credo la generación eterna del Verbo, a la que había de unirse la humanidad, no nos detengamos en la corteza del sentido de las palabras o en la belleza del canto; por el contrario, escuchemos en ellas el eco de la voz del Padre que contempla a su Hijo y atestigua que es igual a El: Filius meus es tu, ego hodie genui te; al cantar: Et incarnatus est, «y se encarnó», inclinemos interiormente todo nuestro ser en un acto de anonadamiento ante el Dios que se hizo Hombre y en quien puso el Padre todas sus complacencias; al recibir a Jesús en la Eucaristía, lleguémonos con tan profunda reverencia cual si cara a cara le viésemos presente.
Tales actos, repetidos, son muy agradables al Eterno Padre, porque todas sus exigencias-y éstas son infinitas- se compendian en un deseo ardiente de ver a su Hijo glorificado.
Y cuanto más oculta el Hijo su divinidad y se rebaja por nuestro amor, más profundamente debemos nosotros ensalzarle y rendirle homenaje como a Hijo de Dios. Ver glorificado a su Hijo constituye el supremo deseo del Padre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28); es una de las tres palabras del Padre Eterno que el mundo escuchó: por ellas quiere glorificar a Jesucristo, su Hijo y su igual, honrando su humildad: aporque se ha anonadado, hale el Padre ensalzado y dándole un nombre superior a todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble ante El, y toda lengua proclame que nuestro Señor Jesucristo comparte la gloria de su Padre» (Fil 3, 7-9). Debido a eso, cuanto más se humilló Cristo haciéndose pequeñito, ocultándose en Nazaret, sobrellevando las flaquezas y miserias humanas que eran compatibles con su dignidad, padeciendo como un malvado la muerte en el madero (Is 53,12) y ocultándose en la Eucaristía, cuanto más atacada y negada es su divinidad por parte de los incrédulos, tanto más elevado ha de ser el lugar en que nosotros le situemos en la gloria del Padre y dentro de nuestro corazón; más profundo el espíritu de intensa reverencia y completa sumisión con que debemos darnos a El sin reservas, y más generoso el trabajo con que nos consagremos sin descanso a la extensión de su reino en las almas.
Tal es la verdadera fe, la fe perfecta en la divinidad de Jesucristo, la que, convertida en amor, invade todo nuestro ser, abarcando prácticamente todas las acciones y todo el complejo de nuestra vida espiritual, y constituye como la base misma de nuestro edificio sobrenatural, de toda nuestra santidad.
Para que sea verdaderamente fundamento, es preciso que la fe informe y sostenga las obras que llevamos a cabo y se convierta en el principio de todos nuestros progresos en la vida espiritual [Iustificati... in ipsa iustitia per Christi gratiam accepta, cooperante fide bonis operibus crescunt ac magis sanctificatur. Conc. Trid., Sess. VI, c. 10]. «Yo, dice San Pablo en su carta a los Corintios, según la gracia que Dios me ha dado, eché en vosotros, cual perito arquitecto, el cimiento del espiritual edificio, predicándoos a Jesús, mire bien cada uno cómo alza la fábrica sobre ese fundamento» (1Cor 3,10).
-Son nuestras obras las que forman y levantan este edificio espiritual. San Pablo dice además que «el justo vive de la fe» (Rm 1,17) [Es digno de notarse que San Pablo insiste en esta verdad en tres ocasiones: +Gál 3, 11, y Heb 10, 38]. El «justo» es aquel que, mediante la justificación recibida en el Bautismo, ha sido creado en la justicia y posee en sí la gracia de Cristo y, conjuntamente, las virtudes infusas de la fe, la esperanza y el amor; ese justo vive por la fe. Vivir es lo mismo que tener en sí un principio interior, fuente de movimientos y operaciones. Es cierto que el principio interior que ha de animar nuestros actos para que sean actos de vida sobrenatural, proporcionados a la bienaventuranza final, es la gracia santificante; pero la fe es la que introduce al alma en la región de lo sobrenatural. No seremos partícipes de la adopción divina mientras no recibamos a Cristo, ni recibiremos a Cristo, sino por la fe. La fe en Jesucristo nos conduce a la vida, a la justificación, mediante la gracia; por eso dice San Pablo que el justo vivirá de la fe. En la vida sobrenatural la fe en Jesucristo es un poder tanto más activo cuanto más profundamente arraigada se halle en el alma. La fe comienza por aceptar todas las verdades que constituyen materia adecuada a esta virtud, y como para ella Cristo lo es todo, todo lo ve a través del prisma divino de Cristo, y de la persona misma de Cristo desciende y se extiende sobre cuanto El dijo, sobre cuanto hizo o llevó a cabo, sobre cuanto instituyó: la Iglesia, los Sacramentos, sobre todo lo que constituye ese organismo sobrenatural establecido por Cristo para que vivan nuestras almas la vida divina.- Además, la íntima y profunda convicción que tenemos de la divinidad de Cristo, pone en movimiento nuestra actividad para cumplir generosamente sus mandamientos, para permanecer inquebrantables en la tentación: «Fuertes en la fe» (1Ped 5,9) para conservar la esperanza y la caridad a pesar de todas las pruebas.
¡Oh, qué intensidad de vida sobrenatural se encuentra en las almas íntimamente convencidas de que Jesús es Dios! ¡Qué fuente tan abundante de vida interior y de incesante apostolado es la persuasión, cada día más fuerte y enraizada, de que Cristo es la Santidad, la Sabiduría, el Poder y la Bondad por excelencia!...
«Creo, Jesús mío, que eres el Hijo de Dios vivo; creo sí, pero dígnate aumentar más todavía los quilates de mi fe».
5. Por qué debemos tener fe viva, sobre todo en el valor infinito de los méritos de Cristo. Cómo la fe es fuente de gozo
Hay un punto sobre el cual deseo detenerme, porque más que otro alguno debe constituir el objeto explícito de la fe si queremos vivir plenamente de la vida divina: es la fe en el valor infinito de los méritos de Jesucristo.
Ya he apuntado esta verdad al exponer cómo Jesucristo ha constituido el precio infinito de nuestra santificación. Pero al hablar de la fe, importa volverlo a tratar, puesto que la fe es la que nos permite aprovechar todas esas inagotables riquezas que Dios nos otorga en Jesús.
Dios nos legó un don inmenso en la persona de su Hijo Jesús; Cristo es un relicario en el que se encierran todos los tesoros que han podido reunir para nosotros la ciencia y la sabiduría divinas; El mismo, con su pasión y su muerte, mereció el privilegio de poder hacernos a nosotros partícipes de esas riquezas, y ahora vive en el cielo, abogando de continuo por nosotros delante de su Eterno Padre.- Pero es preciso que conozcamos el valor de este don y el uso que de él debemos hacer. Cristo, con la plenitud de su santidad y el infinito valor de sus merecimientos y de su crédito. constituye este don; pero este don no nos será útil sino en proporción a la medida de nuestra fe. Si ésta es rica, viva, profunda, si está a la altura de tan excelso don, en cuanto ello es posible a una criatura, no tendrán límites las comunicaciones divinas hechas a nuestras almas por la humanidad santa de Jesús; en cambio, si no tenemos un aprecio sin límites de los méritos infinitos de Cristo, es que nuestra fe en la divinidad de Jesús no es bastante intensa, y cuantos dudan de esta divina eficacia ignoran lo que significa la humanidad de un Dios.
Debemos ejercitar a menudo esta fe en los méritos y satisfacciones adquiridos por nuestro Señor para nuestra santificación.
Cuando oramos, presentémonos al Padre Eterno con una confianza inquebrantable en los merecimientos de su divino Hijo: Nuestro Señor lo ha pagado, saldado y adquirido todo; y «sin cesar interpela a su Padre por nosotros» (Heb 7,25). Digamos en vista de esto al Señor: «Dios mío, yo bien sé que soy un pobre miserable; que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados; sé que ante vuestra infinita santidad, de mí mismo, no soy otra cosa sino cual lodo y barro ante el sol; pero me prosterno ante Vos; soy miembro, por la gracia, del cuerpo místico de vuestro Hijo, de vuestro Hijo que me ha comunicado esa misma gracia, luego de haberme rescatado con su sangre; ahora que tengo la dicha de pertenecerle, no queráis arrojarme de la presencia de vuestra divina Faz».
No, Dios no puede arrojarnos cuando así nos apoyamos en el valimiento de su Hijo, pues el Hijo trata de igual a igual con el Padre.- Además, al reconocer de este modo que nada valemos por nosotros mismos, ni somos capaces de hacer nada, «sin mí nada podéis» (Jn 15,5), y que, en cambio, lo esperamos todo de Cristo, en particular aquello que nos es necesario para vivir de la vida divina, «todo lo puedo en aquel que me conforta», reconocemos que ese divino Hijo lo es todo para nosotros, que fue constituido como nuestro Jefe y Pontífice; y de este modo, afirma San Juan, rendimos al Padre -«que ama al Hijo», y quiere que todo nos venga por su Hijo, «puesto que le ha dado poder absoluto para lo referente a la vida de las almas»-, un homenaje gratísimo; mientras que, por el contrario, el alma que no tiene esa confianza absoluta en Jesús, no le reconoce plenamente por lo que es: Hijo muy amado del Padre, y, por tanto, no ofrece tampoco al Padre esa glorificación que tanto apetece: El Padre desea «que todos den gloria al Hijo como se la dan al Padre. Quien no dé gloria al Hijo, tampoco se la da al Padre que le envió» (Jn 5,23).
Igualmente, cuando nos acerquemos al sacramento de la Penitencia, tengamos gran fe en la eficacia divina de la sangre de Jesús, esa sangre que lava entonces nuestras almas de sus faltas, las purifica, renovando sus fuerzas y devolviéndoles su prístina belleza, sangre que se nos aplica en el momento de la absolución juntamente con los méritos de Cristo y que ha sido derramada en beneficio nuestro debido al incomparable amor de Jesús, méritos infinitos, sí, pero adquiridos al precio de padecimientos increíbles y de afrentosas ignominias. ¡Si conocieras el don de Dios!
Del mismo modo también, cuando asistís a la santa Misa, os halláis presentes al sacrificio conmemorativo del de la Cruz; el Hombre Dios se ofrece por nosotros en el altar como lo hizo en el Calvario. Aunque difiera el modo de ofrecerse, el mismo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, se inmola sobre el altar para hacernos partícipes de sus satisfacciones infinitas. Si fuera nuestra fe viva y profunda, ¡con qué reverencia asistiríamos a este sacrificio, y con qué avidez santa acudiríamos todos los días -en conformidad con los deseos de nuestra Santa Madre la Iglesia- a la sagrada Mesa para unirnos con Cristo!; ¡con qué confianza inquebrantable recibiríamos a Cristo en el momento en que se nos da todo entero, su humanidad y su divinidad, sus tesoros y sus merecimientos; se nos da El mismo, rescate del mundo, el Hijo en quien Dios puso todas sus complacencias! «¡Si conocieras el don de Dios!»
Cuando hacemos frecuentes actos de fe en el poder de Jesucristo y en el valor de sus merecimientos, nuestra vida se convierte en un cántico perpetuo de alabanzas a la gloria de este Pontífice supremo, mediador universal y dador de toda gracia; con lo que entramos de lleno en los pensamientos eternos, en el plan divino, y adaptamos nuestras almas a las miras santificadoras de Dios, al mismo tiempo que nos asociamos a su voluntad de glorificar a su amantísimo Hijo: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (ib. 12,28).
Acerquémonos, pues, a nuestro Señor; sólo El sabe decirnos palabras de vida eterna. Recibámosle primero con una fe viva, doquiera esté presente; en los sacramentos, en la Iglesia, en su cuerpo místico, en el prójimo, en su providencia, que dirige o permite todos los acontecimientos, incluso los adversos; recibámosle, cualquiera que sea la forma que toma y el momento en que viene, con una adhesión entera a su divina palabra y una entrega completa a su servicio. En esto consiste la santidad.
Todos hemos leído en el Evangelio el episodio, referido por San Juan con detalles deliciosos, de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-38). Luego que fue curado por Jesús, en día de sábado, le interrogan repetidas veces los fariseos enemigos del Salvador; quieren hacerle confesar que Cristo no es profeta, ya que no observa el reposo que la Ley de Moisés prescribe el día de Sábado. Pero el pobre ciego no sabe gran cosa; invariablemente responde que cierto hombre llamado Jesús le ha sanado enviándole a lavarse en una fuente; es todo cuanto sabe y lo que en un principio les contesta. Los fariseos no le pueden sonsacar nada contra Cristo y acaban por arrojarle de la sinagoga porque afirma que nunca se oyó decir que haya un hombre abierto los ojos a un ciego, y que, por tanto, Jesús debe ser el enviado de Dios. Habiendo llegado a oído de nuestro Señor esta expulsión, haciéndose el encontradizo con él, le pregunta: «¿Crees en el Hijo de Dios?» -Responde el ciego: «¿Quién es, Señor, para que yo crea en El?» ¡Qué prontitud de alma! -Dícele Jesús: «Le viste ya, y es el mismo que está hablando contigo». -Y al punto, el pobre ciego da fe a la palabra de Cristo: «Creo, Señor», y en la intensidad de su fe, se postra a los pies de Jesús para adorarle; abraza los pies de Jesús, y en Jesús, la obra entera de Cristo (Jn 9,38).
El ciego de nacimiento es la imagen de nuestra alma curada por Jesús, libertada de las tinieblas eternas y devuelta a la luz por la gracia del Verbo encarnado(+San Agustín. In Joan., XLIV, 1). Doquiera, pues, que se le presente Cristo, ha de decir: «¿Quién es, Señor, para que crea en El?» (Jn 9,36). Y luego inmediatamente deberá entregarse del todo a Cristo, a su servicio, a los intereses de su gloria, que es también la del Padre. Obrando siempre de este modo, llegamos a vivir de la fe; Cristo habita y reina en nosotros, y su divinidad es, por medio de la fe, principio de toda nuestra vida.
Esta fe, que se completa y se manifiesta por medio del amor, es además para nosotros fuente y manantial de alegría. Dijo nuestro Señor: «Bienaventurados aquellos que no vieron y creyeron» (Jn 20,29), y dijo estas palabras, no para sus discípulos, sino más bien para nosotros. Pero, ¿por qué proclama nuestro Señor «bienaventurados» a los que en El creen? La fe es causa de alegría, por cuanto nos hace participar de la ciencia de Cristo. El es el Verbo eterno, que nos ha enseñado los secretos divinos. «El Unigénito que habita en el seno del Padre es quien le dio a conocer» (ib. 1,18). Creyendo lo que nos ha dicho tenemos la misma ciencia que El; la fe es fuente de alegría, porque lo es también de luz y de verdad, que es el bien de la inteligencia.
Es además fuente de alegría, por cuanto nos permite poseer en germen los bienes futuros; es «sustancia de las realidades eternas que nos han sido prometidas» (Heb 11,1). Nos lo dice Jesucristo mismo: «Aquel que cree en el Hijo de Dios, tiene vida eterna» (Jn 3,36). Reparad en el tiempo presente «tiene»; no habla en futuro «tendrán, sino que habla como de un bien cuya posesión se halla ya asegurada [Dicitur iam finem aliquis habere propter spem finis obtinendi. I-II, q.69, a.2; y el Doctor Angélico añade: Unde et Apostolus dicit: Spe salvi facti sumus. Todo este artículo merece leerse]; del mismo modo que vimos cómo, aludiendo al que no cree dice que ya «está» juzgado. La fe es una semilla, y toda semilla lleva en sí el germen de la producción futura. Con tal de apartar de ella todo aquello que la pueda menoscabar, empailar y empequeñecer; con tal de desarrollarla por la oración y el ejercicio; con tal de proporcionarla constantemente ocasión de manifestarse en el amor, la fe pone a nuestra disposición la sustancia de los bienes venideros y hace nacer una esperanza inquebrantable: «Quien cree en El, no será confundido» (Rm 9,33).
Permanezcamos, como dice San Pablo, «cimentados en la fe» (Col 1,23); «fundados en Cristo y afianzados en la fe»: «Puesto que habéis recibido a Jesucristo nuestro Señor, andad en El, injertados en su raíz, y edificados sobre El y robustecidos en la fe, como así lo habéis aprendido» (Col 2, 6-7).
Permanezcamos, pues, firmes; porque esta fe ha de verse probada por este siglo de incredulidad, de blasfemia, de escepticismo, de naturalismo, de respeto humano, que nos rodea con su ambiente malsano. Si estamos firmes en la fe, dice San Pedro -el príncipe de los Apóstoles, sobre quien Cristo fundó su Iglesia al proclamar aquél que Cristo era Hijo de Dios- nuestra fe será «un título de alabanza, de honor y de gloria cuando aparezca Jesús, en quien creéis y a quien amáis sin haberle visto nunca vuestros ojos, pero en quien no podéis creer sin que este acto de fe haga brotar en vuestros corazones la fuente inagotable de una alegría inefable, ya que el fin y el premio de esta vida es la salvación, y, de consiguiente, la santidad de vuestras almas» (1Pe 1, 7-9).

2
El bautismo, sacramento de adopción y de iniciación, muerte y vida
El Bautismo, primero de todos los Sacramentos
La primera disposición de un alma frente a la Revelación que se le hace del plan divino de nuestra adopción en Jesucristo es, como lo hemos visto, la fe. La fe es la raíz de toda justificación y el principio de la vida cristiana, y se adhiere, como a su objeto primordial, a la divinidad de Jesús enviado por el Padre para llevar a cabo nuestra salvación: «En esto consiste la vida eterna: en conocerte a Ti, ¡oh solo Dios verdadero! y a Jesucristo a quien has enviado» (Jn 17,3).
Partiendo de este acto inicial, que consiste en creer en Cristo, se amplía y extiende, si así podemos decirlo, sobre todo aquello que concierne a Cristo: los Sacramentos, la Iglesia, las almas, la Revelación entera, llegando a la perfección cuando bajo la inspiración del Espíritu Santo se transforma en amor y adoración, mediante la entrega total de nuestro ser al cumplimiento fiel de la voluntad de Jesús y de su Padre.
Pero la fe sola no basta.
Cuando envía a sus Apóstoles el divino Maestro a que continúen en la tierra su misión santificadora, dice que «el que no creyere será condenado»; y nada más añade con respecto a los que se niegan a creer, porque siendo la fe raíz de toda santificación, todo lo que se hace sin ella está completamente desprovisto de valor ante Dios: «Sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6); pero para quienes creen, añade Cristo, como condición de incorporación a su reino, la recepción del Bautismo: «El que creyere y se bautizare, se salvará» (Mc 16,16). San Pablo afirma igualmente que «quienes reciben el Bautismo están revestidos de Cristo» (Gál 3,27). Este Sacramento, pues, es la condición de nuestra incorporación a Cristo. El Bautismo es, en orden, el primero de todos los Sacramentos; la primera infusión en nosotros de la vida divina se efectúa por medio del Bautismo, y todas las comunicaciones divinas o sobrenaturales convergen hacia ese Sacramento o le presuponen normalmente; de ahí le viene su excelencia.
Detengámonos a considerarlo; en él encontraremos el origen de nuestros títulos de nobleza sobrenatural, puesto que el Bautismo es el Sacramento de la adopción divina y de la iniciación cristiana, al mismo tiempo, descubriremos en él sobre todo, como en su germen, el doble aspecto de «muerte al pecado y de vida en Dios», que deberá caracterizar toda la existencia del discípulo de Cristo.
Pidamos al Espíritu Santo, que santificó con su divina virtud las aguas bautismales en las que fuimos regenerados que nos haga comprender la grandeza de este Sacramento y las obligaciones contraídas en él; su recepción señaló para nosotros el instante por siempre bendito en que llegamos a ser hijos del Padre Celestial, hermanos de Jesucristo, y en el que nuestras almas fueron consagradas, como un templo vivo, al Espíritu Santo.

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